Cuando la política promete ser redención

Cuando apenas tenía 10 años recuerdo a mi padre abandonando airadamente la casa de mis abuelos paternos tras una ardorosa discusión sobre política. Ciertamente, los años siguientes a la muerte de Franco y la posterior legalización de los partidos políticos, transformó la realidad social de nuestro país. El advenimiento de la democracia después de tantos años de vigencia del anterior régimen, despertó un fervor inusitado, especialmente entre los más jóvenes, que se rebelaban ante todo vestigio del pasado y contra cualquier autoridad, primordialmente la autoridad paterna.

Los líderes políticos de por entonces se llegaron a convertir en pequeños diosecillos a los que se les brindaba un seguimiento casi religioso por parte de muchos. Por entonces, era habitual identificarse abiertamente con uno u otro político: “yo soy de Suárez” “yo de Felipe” “yo de Carrillo”. Creo que este tipo de devoción incondicional se ha suavizado en gran medida en estos tiempos y son muchos menos los que en la actualidad prestan reverencia a las siglas de un partido y, mucho menos a sus líderes en particular.

En nuestra casa, acostumbramos a cenar juntos con nuestros hijos mayores. Cuando los cuatro pequeños se acuestan, cerramos las puertas y, mientras compartimos la comida, conversamos plácidamente sobre cualquier tema que pueda surgir. Y, claro está, en estos últimos meses con tanta actividad pública de los distintos candidatos en nuestro país, es muy frecuente que hablemos sobre algunos líderes o sobre ciertos partidos que, por un motivo u otro, hayan sido protagonistas esa jornada.

Reconozco que disfruto hablando con ellos sobre estos temas y me enorgullece su espíritu crítico hacia la mayoría de estos personajes. Y, sobre todo, intento combatir cualquier asomo de apasionamiento hacia uno u otro líder o agrupación política. Entiendo la cercanía o la simpatía que se pueda sentir hacia unos y el rechazo natural a las propuestas que se alejan de nuestros ideales o intereses. Pero eso es muy distinto a divinizar a los políticos al estilo de lo que se acostumbra con los futbolistas. Recuerdo a Maradona cuyo gol en el mundial de fútbol de 1986 se conoció como la mano de Dios tras marcar dicho gol con la mano. Y, en la actualidad, Messi, es también conocido como el Dios del fútbol. Es más, se juega con su dorsal, el diez, colocando el número entre la de y la ese, para obtener como resultado D10S.

La política tiene un gran poder de seducción y, por tanto, nuestra familia ha de estar alerta ante posibles síntomas de atracción exagerada hacia unas u otras siglas. Si esto no es vigilado, si no es combatido, puede hacer peligrar los valores innegociables en los que creemos y profesamos. Es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que guíe y oriente la acción política—, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia». (Encíclica “Veritatis Splendor”, nº 101)

Una de las célebres citas que dejó para la posteridad Benedicto XVI afirmaba: “Cuando la política promete ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser, no divina, sino demoníaca”.

Esta categórica afirmación tan bien expresada resume el sentir de nuestra familia hacia el escenario político que nos rodea. Ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias, ni Abascal van a liberarnos de nuestras cadenas ni a rescatarnos de nuestros tropiezos; tampoco tienen poder para darnos el solaz y la alegría que solo pueden venir de lo alto.