DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO – C
Lecturas: Eclesiastés 1,2; 2,21-23. Colosenses: 3,1-5.9-11
Evangelio: Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús: «Maestro, dije a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?” Así es el que atesora para SÍ y no es rico ante Dios».
Introducción
La palabra clave para entender esta parábola es «Necio«. Del latín «nescio», que significa literalmente: «no sé». Necio es el que no sabe qué hacer con su vida. Le han dado posibilidades, talentos, tesoros para negociar y ser cada día más persona: crecer, madurar, realizarse; pero como es un ignorante, malogra su vida, entierra sus talentos, vive superficialmente atrapado por el “tener” “poseer” “acumular” sin caer en la cuenta de que su vida tiene fecha de caducidad y, en cualquier momento, se la pueden quitar. Esto es una parábola. Es lo que le ocurrió a un hombre del siglo primero y lo que nos sigue ocurriendo también a los del s. XXI. Sabemos que tenemos que morir, pero no nos lo creemos y somos los eternos ignorantes. Lo decía muy bien el poeta: “El hombre está entregado al sueño, de su suerte no cuidando, y con paso callado, el cielo vueltas dando, las horas del vivir le va hurtando” (Fray Luis de León
Reflexión
- Jesús no quiere ser juez de causas perdidas. Jesús es demasiado listo y cuando le piden que resuelva un asunto de herencias, sabe que eso no tiene solución. Siempre habrá alguien que proteste, que piense que le están engañando, que crea que lo de sus hermanos vale más que lo suyo. Y eso que ocurría entonces nos ocurre también ahora. ¡Cuántas familias se han llevado bien hasta el reparto de la herencia!. A partir de entonces, dejan de hablarse. Y, en este asunto, los grandes perdedores son los padres. Ellos han luchado, han trabajado a lomo caliente por sus hijos, por dejarles un modo de vida más confortable que el que ellos tuvieron. Y ese esfuerzo tan generoso sólo ha servido para dividir a los hermanos. ¡Qué fracaso! ¡Qué decepción! Y todo porque se sigue creyendo que el dinero abre todas las puertas. Y no caemos en la cuenta de que nos cierra la puerta más importante: la puerta del corazón.
- El afán de dinero nos despersonaliza. Si caemos en la cuenta, ese rico que ha tenido una gran cosecha no habla con nadie; sólo habla consigo mismo: ¿Qué haré? Ya sé qué haré: “construiré grandes graneros”. “Diré a mi alma”: tienes bienes para muchos años. Come, bebe, banquetea…Allí no aparecen ni su esposa, ni sus hijos, ni sus padres, ni sus amigos. Sólo él y su alma. Cuando uno habla solo, solemos decir: éste anda mal del tejado. Por lo demás, si la persona está hecha para el diálogo, la conversación, la comunicación…aquí tenemos a un hombre disminuido, discapacitado. Un hombre que no era hombre. Es verdad que sabe agranda sus graneros, pero no sabe ensanchar el horizonte de su vida. Acrecienta su riqueza, pero empequeñece y empobrece su vida. Acumula bienes, pero no conoce la amistad, el amor generoso, la alegría ni la solidaridad. No sabe dar ni compartir, sólo acaparar. ¿Qué hay de humano en esta vida? El evangelio es la mejor escuela de “humanidad”. Al evangelio deben acudir todos: los creyentes y los no creyentes. El evangelio nos habla de Dios y del hombre. Nos diviniza y nos humaniza.
- Dichoso el que es rico con la riqueza de Dios. Creo que es éste el verdadero sentido de las Bienaventuranzas. Uno no puede ser feliz por ser pobre, por llorar, por sufrir, por pasar necesidades. Uno es dichoso porque Dios es su verdadera riqueza, su verdadero tesoro. Las bienaventuranzas, antes de ser dichas, han sido vividas por Jesús. Habla desde su propia experiencia personal. Ahora bien, el que tiene a Dios en su corazón, un Dios que es Amor, necesariamente su corazón rezuma paz, alegría, bondad, ilusión, dulzura. Y eso lo vive y lo contagia. Esas personas son un verdadero tesoro para la humanidad. Y alcanzan la verdadera realización personal.
Este evangelio, en verso, dice así:
Señor, sin ningún tapujo,
calificas de «insensatos»
a los que dan al dinero
un valor exagerado.
Ante el ‘culto a las riquezas»,
vosotros, tened cuidado.
Ya dice vuestro refrán:
«La avaricia rompe el saco».
Es triste, pero real
el contemplar a diario
que el reparto de la herencia
rompe la unión entre hermanos.
Ese hombre rico avariento
es nuestro puro retrato.
Es «tener, tener, tener»
nuestro sueño equivocado.
Ignoramos que la muerte
ronda siempre a nuestro lado,
que cualquier ladrón nos quita
la suerte de nuestras manos.
Tú nos invitas, Señor,
a descubrir otros «campos»,
que nos dan buenas cosechas
de paz y amor solidario.
Que, en tus graneros, Señor,
almacenemos el grano.
Es ser «‘ricos ante Ti»,
el más precioso regalo.
(José Javier Pérez Benedí)
PDF: 4 DE AGOSTO