Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XXVII del tiempo ordinario.

Habacuc vivió la angustia de unos tiempos revueltos para Israel por las intrigas de los pueblos vecinos; manifestó sus miedos a Dios, pero la situación no mejoraba y llegó a pensar que Dios hacía oídos sordos a sus ruegos, hasta que no pudo más y explotó: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?» ¿No hemos sufrido alguna vez la misma decepción.

– Tengo una pregunta que muchas veces me ha punzado en el alma ?he dicho a Jesús en cuanto hemos tenido los cafés delante de nosotros?: ¿Por qué, desde lo alto de la cruz, dijiste: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Te sentiste dejado de la mano de Dios?

– Veo que te ha hecho mella la requisitoria que, en la primera lectura, Habacuc hizo al Padre ?ha dicho con ánimo sereno?. ¿De verdad piensas que el Padre me abandonó?

– La situación no era para pensar otra cosa -he respondido apesadumbrado-.

– Tienes razón ?ha replicado?; pero olvidas que el Padre quiso que yo fuera semejante a vosotros en todo, también en la angustia de sentirme abandonado; pero el salmo 22 comienza diciendo «¿por qué me has abandonado?» y termina: «Fieles del Señor, alabadlo, porque no ha escondido su rostro al pobre desgraciado. / Me hará vivir para él».

– Entonces, ¿tú estabas seguro de que Dios no te abandonaría? -he dicho apresuradamente-.

– Sí; en eso consiste la fe. Pero sabía que lo haría a su manera ?me ha respondido?. Al profeta Habacuc le dijo: «La visión espera su momento y no fallará. El justo vivirá por su fe».

– Ahora entiendo por qué, en el evangelio de hoy (Lc 17, 5-10), se dice que tus Apóstoles te pidieron: «Auméntanos la fe». Se veían tan desarmados, los pobres…

– Sí, amigo, -me ha dicho en tono distendido después de tomar un sorbo de café-. Vacilaban y añadí una comparación para animarlos.

– ¿Te refieres a eso de que «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería»? -he añadido con incredulidad-.

– Efectivamente -me ha dicho con rotundidad-; pero siempre que entiendas mis palabras en su verdadero sentido. Nunca quise decir que el creyente tuviera que comportarse como un mago o un prestidigitador y menos aún como un lelo. La fe no lleva a hacer cosas raras o insensatas, sino a confiar en que el Padre no abandona a los que se acogen a Él. Pero tiene su ritmo, su “tempo”, que decís vosotros; y sus caminos pocas veces coinciden con los vuestros. Con la parábola de la morera trasplantada al mar, quise acentuar la fuerza que tiene la fe para mover al creyente a hacer el bien, aunque sea arduo, y para serenar su ánimo cuando está agobiado por las contradicciones de la vida. ¿Qué fuerza movió a Maximiliano Kolbe a ofrecerse a cambio de aquel prisionero destinado a morir o qué consuelo sostuvo el ánimo de Edith Stein en el campo de concentración? Si quieres, puedo multiplicar indefinidamente los ejemplos de “moreras trasplantadas al mar” en una sociedad tan egocéntrica como la vuestra.

– No hace falta que sigas; pero aclárame una última duda: ¿qué pretendiste decirnos con la otra parábola: la del criado que hace lo que está mandado sin rechistar y se considera un «pobre siervo» que ha hecho «lo que tenía que hacer»? ¿Que ante Dios somos unos parias?

– Ni mucho menos. Pero la salvación no es un negocio, sino gracia. Vosotros exigís que el trabajo por el Reino sea rentable, en lugar de estar agradecidos por haber sido llamados a trabajar en la viña del Señor. Esa es la gratuidad que el Padre espera de sus obreros.

– Tendremos que hablarlo más despacio otro día -he dicho devolviendo las tazas a la barra-.