Hay momentos en que la vida se nos rompe entre los dedos. Lo que parecía firme se deshace, lo seguro se vuelve incierto, entonces sólo nos queda mirar hacia lo alto. Rezar no es repetir palabras, ni cumplir con un deber: es dejarnos encontrar, es respirar hondo cuando nos falta el aire, es tender la mano al sentir la oscuridad.
Como dice el pastor y poeta —J. P. Benedí— cuando “rezamos con arrogancia”, el alma busca vanidosas complacencias, sin embargo, cuando el alma se vacía, la oración nos alegra con la paz de su Presencia.
Las apariencias engañan. Hay oraciones que se elevan desde lo más hondo, aunque apenas se pronuncien, y otras, en cambio, no despegan del suelo, aunque se digan gritando. Así les pasó a dos hombres que estaban orando en el templo: uno lleno de sí, otro vacío y herido. Y, como siempre, Dios escuchó al vulnerable.
Jesús nos muestra que la justicia de Dios ni se compra ni se vende. Que el mérito pesa poco y el corazón mucho. Que en su balanza vale más una lágrima sincera que todos los gestos perfectos. No es cuestión de demostrar sino de confiar, de dejarse mirar.
Quizá rezar sea eso: aceptar que no podemos con todo. Admitir que hay batallas que se vencen de rodillas, que el silencio también habla, que el alma necesita un refugio donde descansar la mirada.
Vivimos con tantas prisas, entre WhatsApps y mensajes, entre llamadas y citas, entre compromisos y almuerzos, que vamos a habilitar en nuestras unidades pastorales algunos «pueblos blancos» donde nuestro corazón no se altere, donde podamos disfrutar de silencios habitados, de pausas para escucharnos, donde quepa la risa compartida, la charla apacible y el abrazo sincero.
El pecado que nos separa de Dios es el orgullo de no saber pedir ayuda. Lo contrario de la soberbia no es la humillación sino la humildad de quien, aun siendo frágil, es capaz de amar.
Y tú ¿rezas? ¿Como quien se siente justo, o como quien se sabe necesitado? ¿Con el corazón en paz y con las manos vacías?
Tal vez lo que más necesitamos no sea entender, sino dejarnos encontrar. Porque sólo quien se reconoce pequeño puede ser abrazado del todo. Sólo quien se sabe pobre puede acoger la riqueza del Amor.
“Nos creemos grandes por guardar las apariencias —escribe el poeta y pastor J.P. Benedí—, pero sólo el que se sabe pequeño, aprende a mirar al cielo.”
Y en ese mirar sencillo, en ese silencio que no exige pruebas, comienza la verdadera oración.
Con mi afecto y mi bendición,
Ángel Javier Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
