Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Sobre la risa y el llanto

4 de diciembre de 2025

Hay en mí un Yo que ríe y un Yo que llora. Ambos se dan la espalda como dos estaciones que no logran entender que pertenecen a un mismo ciclo. Sin embargo, cada mañana, cuando despierto y la luz asoma tímida por la rendija de la ventana, descubro que estos dos rostros no se enfrentan: dialogan. En ese diálogo, silencioso y vasto como un desierto interior, se revela un misterio más profundo que yo misma: la lenta, persistente corriente que me devuelve, una y otra vez, a la fuente donde todo se origina. A Dios.

Hay momentos en los que el Yo que ríe parece dueño de todos los espacios: la ligereza invade mi pecho, la voz resuena limpia y el mundo se abre ante mí cual flor recién abrazada por la lluvia. En ese Yo que ríe hay una inocencia antigua, anterior incluso a mi nacimiento, como si en la raíz de la alegría hubiera una memoria que no se puede expresar con palabras humanas. Es una chispa que se enciende sin aviso, que me eleva, que me impulsa hacia un horizonte donde la vida pesa menos y el alma respira mejor. Y, sin embargo, también el Yo que llora irrumpe en escena: un Yo que no se resigna a la fugacidad de la luz, que lamenta la pérdida de algo que nunca tuvo, que siente en su interior una grieta que no termina de cerrarse. Este Yo no es enemigo del otro; es necesario. Su llanto no es un fracaso: es una plegaria. Cuando lloro, no es solo la pena lo que se derrama, sino también las capas endurecidas de mi nombre, las máscaras que he acumulado, los silencios que he cargado sin saberlo.

Risa y llanto son, pues, dos movimientos de un mismo péndulo. Porque el Yo que ríe, cuando ríe, cree que la eternidad está hecha de luz y el Yo que llora, cuando rompe en llanto, cree que la eternidad está hecha de sombra. En su ignorancia, ambos creen conocer el todo. Pero ninguno acierta. La eternidad no es solo luz ni solo sombra: es un pulso. Un latido. Una respiración infinita de la que venimos y hacia la que vamos, aunque en nuestra finitud lo olvidemos.

Y así, ambos yoes revelan su incompletitud. Llevan inscrita la nostalgia de algo mayor. Son como dos notas que, sonando por separado, no pueden revelar la armonía que otrora les otorgó origen. Pero cuando la vida me obliga a escuchar ambas voces simultáneas (cuando río con lágrimas en los ojos, cuando lloro sintiendo un alivio misterioso, cuando la alegría y la tristeza se entretejen como raíces que buscan agua en la tierra) entonces comprendo un secreto que me excede: que yo no soy ninguna de esas dos voces. Soy la tensión que las une. Soy el umbral donde ambas se reconocen. Soy la cuerda extendida entre la risa y el llanto, sostenida por un punto invisible que no soy yo misma, pero que me sostiene. Esa clave, ese centro que no nace ni muere, es Dios.

Dios es el espacio en el que el Yo que ríe y el Yo que llora dejan de oponerse. Es el tejido en el que ambas emociones se disuelven para revelar lo que realmente son: movimientos del alma en busca de su propia fuente. Cuando observo mis risas y mis lágrimas en Él, veo que no son interrupciones del camino espiritual, sino su ritmo natural. Dios no me pide constancia de ánimo; me pide despojamiento. Me pide que me atreva a dejar que ambos yoes se manifiesten para poder finalmente entregarlos. Porque el Yo que ríe teme perder la alegría. El Yo que llora teme perder su herida. Y ambos temen desaparecer. Pero la reintegración en Dios exige una renuncia más profunda: aceptar que toda emoción es una ola que retorna al mar.

A veces, cuando medito o simplemente me abandono al flujo natural del día, siento cómo esos yoes se acercan entre sí. Siento cómo la risa del Yo ligero no es tan diferente del llanto del Yo herido. Los dos brotan del mismo punto sensible dentro de mí. Los dos brotan de la misma necesidad de ser comprendida, abrazada, reconocida. Los dos brotan de un anhelo de trascender la piel, de regresar a la música eterna que resonaba antes de que aprendiera el lenguaje. ¿Reír? ¿Llorar? Ambas expresiones son intentos torpes del alma de tocar algo que sabe que existe más allá de ella misma. Cuando río, es como si quisiera alcanzar la huella luminosa del origen. Cuando lloro, es como si recordara el peso de haberme alejado de él. Pero en ambos casos hay una dirección secreta, una mano invisible que me conduce hacia un mismo punto central, incluso cuando no lo entiendo.

Es curioso cómo la vida me exige constantemente atravesar mis propios yoes. Cómo me pide, una y otra vez, que abandone la ilusión de ser una pieza aislada, coherente, inmutable. La risa me quiebra desde arriba, el llanto me quiebra desde abajo. Entre ambas fuerzas, lo que realmente soy se despliega. Porque «ser» no es un acto fijo, sino que constituye una transfiguración constante. Y en esa transfiguración, Dios es la matriz. Dios es el horizonte que me mira mientras avanzo con pasos torpes en la ciénaga del mundo. Dios es el silencio que sostiene mis palabras, las dichas y las que nunca me atreví a decir.

Me pregunto quién sería si eliminara una de estas dos fuerzas. ¿Qué sería de mí si solo pudiera reír? Sería un eco vacío, una voz que no entiende su propio origen. Sería una llama que no reconoce que su luz solo existe gracias a la sombra que la rodea. ¿Y qué sería si solo pudiera llorar? Sería tierra esterilizada incapaz de germinar. Sería un invierno que se olvida de que la primavera existe. Por eso, aceptar ambas fuerzas es un acto de madurez espiritual. Es reconocer que estoy hecha de contrarios que, en lugar de anularse, se buscan y conmutan. El Yo que ríe necesita al Yo que llora para recordar la humildad de la existencia. El Yo que llora necesita al Yo que ríe para recordar la ligereza del espíritu. Son dos fuerzas simétricas, como inhalar y exhalar, que únicamente juntas permiten que la vida fluya haciendo justicia a la melodía que les caracteriza.

Empiezo a notar que la risa ya no me eleva hacia un cielo lejano, sino que me hunde en un presente más pleno. El llanto ya no me encierra en un pozo, sino que me abre un espacio más amplio por dentro. Las emociones, al aceptarlas sin resistencia, se vuelven transparentes. Ya no pesan. Ya no hieren. Ya no definen. Son como nubes que pasan. Y detrás de ellas, el cielo permanece: vasto, luminoso, sin bordes. El yo que ríe se deshace en luz. El yo que llora se deshace en la sombra. La luz y la sombra se abrazan. Y en ese abrazo, nace un espacio nuevo: aquel donde respiro sin esfuerzo, donde existo sin preguntas, donde soy sin dividirme. Allí acontece una reintegración, una reunificación que implica dejar de creer que soy una multitud de fragmentos para reconocer que siempre he sido una sola corriente con una miríada de acordes. Dios no está fuera esperándome; Dios es el núcleo que siempre ha estado ahí, sosteniéndome y alentándome mientras yo creía bastarme a mí misma.

Concluyo subrayando que la risa y el llanto son puertas, accesos; la entrega es el paso que los atraviesa. Y al cruzar, lo que queda es paz. Una paz que no es ausencia de emociones, sino su reconciliación. Una paz que no depende de circunstancias, sino del reconocimiento de que nada en mí está separado de su origen. Una paz que me invita, cada día, a vivir sin huir de mis sombras, sin aferrarme a mis luces, aceptando que ambas son necesarias para revelar aquello que permanece inmutable y eterno: la presencia amorosa de Dios en mi propio ser. Y así descubro que lo que llamaba risa y lo que llamaba llanto eran solo nombres: el verdadero nombre, el único, siempre ha sido Dios respirando en mí.

Este artículo se ha leído 32 veces.
Compartir
WhatsApp
Email
Facebook
X (Twitter)
LinkedIn

Noticias relacionadas

Este artículo se ha leído 32 veces.