«Todos los hombres desean por naturaleza saber». Así es como Aristóteles inaugura su magna Metafísica y sobre dicha frase me gustaría dilucidar en las líneas que siguen. Me gustaría dirigirme a quienes han empezado esta última quincena del mes sus estudios. ¡Oh, terrible momento donde el ocio da paso al acto de hincar los codos! Dejadme deciros que, bien enfocado, el estudio no es tan malo. Éste es, en esencia, un acto de apertura. Pensad en ello: abrir un libro es como abrir de par en par una ventana hacia un horizonte que no termina en la mera acumulación de datos, sino que remite a un sentido más profundo de lo real. Pero todo proceso de conocimiento, por más riguroso y arduo que sea, se encuentra inevitablemente con un límite: el ser humano puede describir, calcular e interpretar, pero siempre queda un resto inabarcable que nos obliga a reconocer que el saber no es autosuficiente. Es decir: necesitamos algo más, algo que no se consigue únicamente dedicando más horas al estudio.
Es en el rincón de nuestra habitación poblado por apuntes y manuales donde la razón descubre sus propios márgenes y se hace presente Dios, no como un sustituto de la ciencia ni como un consuelo de la ignorancia, sino como fundamento último de toda verdad.
¿Cabe pensar, pues, que Dios hace posible el estudio? Al menos, sabemos que nos impulsa en él. San Agustín nos recordaba que no buscaríamos la verdad si no tuviéramos ya, en cierto modo, un destello de ella en el corazón. Santo Tomás de Aquino, por su parte, afirmaba que la luz de la razón humana particupa de la luz divina. Parece que si orientamos nuestro quehacer académico hacia la vida consciente éste se convierte en un camino de integración y superación constantes.
Estudiar no es, pues, una mera labor técnica o instrumental; es una forma de ordenar el espíritu, de disciplinar la mente y de purificar la voluntad. La dedicación al estudio requiere silencio, paciencia, humildad y apertura, virtudes que también son disposiciones religiosas, en cierto modo. Quien estudia con auténtica entrega no busca únicamente aprobar exámenes o lograr prestigio, sino participar de un bien superior: la verdad. Y si toda verdad proviene de Dios, entonces el estudio auténtico se convierte en un acto de acercamiento a Él.
La necesaria presencia de Dios en el estudio se manifiesta también en el sentido ético de la investigación. No basta con saber: es preciso orientar el conocimiento hacia el bien. Sin esa referencia última, el saber corre el riesgo de convertirse en poder destructivo o en mera técnica vacía. En cambio, cuando se reconoce a Dios como fundamento, el estudio adquiere una dimensión de servicio: el conocimiento ya no se busca solo por vanidad, sino por amor a la verdad y al prójimo.
En definitiva, estudiar es participar en la obra creadora de Dios, pues el mundo, en su orden y misterio, está hecho para ser comprendido, vivido, sentido y compartido. Cada descubrimiento, cada idea, cada comprensión profunda es un eco de la Verdad que nos sostiene. El estudio, iluminado por la fe, se convierte así en oración silente que paulatinamente enriquece el alma de quien se abandona a él y se esfuerza por progresar en su ardua senda.