Cuando las piernas duelen, el pecho arde y el sudor cae como una suerte de ofrenda, hay algo que se transforma en nuestro interior. En el esfuerzo físico que se realiza cuando uno trata de subir una montaña o correr por senderos solitarios, de entregarse en cuerpoy alma y a su límite, entramos en contacto con una dimensión que va más allá de nosotros mismos. Cada piedra esquivada, cada raíz que obliga a cambiar el paso y cada latido que resuena en las sienes puede ser, además de una señal de vida, un rezo, una forma primitiva de adoración.
Dios no siempre se encuentra en la palabra o en el recogimiento. O, mejor dicho, siempre se le puede encontrar en más lugares. A veces se revela en el movimiento, en el temblor monótono del músculo que se niega a rendirse, en el latido que oxigena cuerpo y alma. En medio del bosque, sin más sonido que el de la respiración agitada y el canto lejano de un ave, se experimenta algo que no es sólo paz, sino serenidad: esa presencia suave y firme que no grita, pero que tampoco se retira. Como si Dios habitara en la cima, pero también en la pisada anterior, en el esfuerzo, en la renuncia a la pasividad.
Correr por senderos estrechos, donde cada decisión tiene consecuencias inmediatas (pues un pie mal apoyado o una zancada mal calculada acarrearían, sin duda, consecuencias funestas) obliga a adoptar una concentración harto profunda: mística, incluso, en el correcto sentido de la palabra. No hay lugar para la distracción; sólo existe el ahora. Y en ese ahora, despejado de pensamientos superfluos, emerge algo que se parece mucho a la oración: una mente vacía que ya no busca controlar, sino habitar. Y cuando el cuerpo se mueve así, sin resistencia, cuando el alma se deja llevar por el ritmo de los pasos, uno puede sentir que está siendo sostenido por algo más que sí mismo. No por su propia fuerza, sino por una que lo envuelve, lo guía y lo acoge.
Las montañas, con su grandeza silenciosa, no juzgan. Aceptan al caminante tal y como llega: cansado, fuerte, herido, pero también entusiasta. Y al hacerlo, ofrecen un reflejo de lo divino. No hay ruido en la cumbre, sólo viento. Y en ese viento, que acaricia el rostro después del esfuerzo, se reconoce algo eterno. Dios, quizá, no siempre es la meta, sino también el pulso que acompaña cada paso, la tensión que recorre el cuerpo y lo perfila para el correcto movimiento. Por eso adentrarse en una ruta, independientemente de su dureza, implica rendirse a esa compañía invisible. Correr es confiar en que no se está solo.
Comprendemos ahora cómo en el cuerpo que lucha y avanza, en la voluntad que no se quiebra y en la respiración que se armoniza con el entorno se revela un fragmento de lo sagrado. No hay templo más honesto que una cima alcanzada con el propio esfuerzo que sin embargo, reconoce algo no más allá, sino más aca, en su mismo corazón, que lo posibilita. No hay oración más pura que esa exhalación donde el alma, al fin, se siente ligera, aun si todos los músculos que la sostienen se hallan desgarrados.