Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Entropía del tiempo vivido

22 de mayo de 2025

 

Con el paso de los años, algo en nosotros cambia de forma silenciosa pero constante. No se trata solo de envejecer, sino de cómo el tiempo, al vivirse, nos va transformando. Hay momentos en los que miramos hacia atrás y sentimos que estamos hechos de fragmentos sin cohesión entre sí, formados por decisiones tomadas, oportunidades perdidas y recuerdos que se mezclan con olvidos. Esa sensación de que todo se vuelve más complejo, más confuso y casi imposible de ordenar es lo que podríamos llamar entropía del tiempo vivido.

En física, la entropía es la medida del desorden de un sistema. En pocas palabras, dicha entropía, que es una propiedad termodinámica, crece y más difícil es, debido a dicho aumento paulatino, que un sistema recupere su estado original. Es una forma de entender por qué el tiempo no vuelve atrás. Pero, más allá del dominio natural, ¿no sucede algo parecido dentro de nosotros mismos? Con cada año que vivimos vamos acumulando experiencias, heridas, aprendizajes, pérdidas y momentos de gracia. Y todo eso se mezcla, se enreda, sintiendo en ocasiones que perdemos el hilo de nuestra propia historia.

Esta desorganización no es solo mental o emocional, sino existencial y fomenta la pregunta por el sentido de nuestra vida. ¿Hacia dónde va todo esto? ¿Quién soy yo entre tantos fragmentos? ¿Hay algo (o alguien) que pueda dar unidad a mi tiempo? Aquí es donde aparece Dios, no como mero movimiento ex machina, sino como Aquel que torna audible el eco de una necesidad interior, irguiéndose como fuerza que podría recoger todos esos trozos sueltos de lo que fuimos y convertirlos en algo con forma, verdad, conciencia y sentido.

San Agustín (a quien el papa León XIV tiene en alta estima y no es para menos) decía que nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios. Y esa inquietud puede entenderse como la estela que deja la entropía: una especie de desorden que no sabemos callar y ordenar. Vivimos rodeados de estímulos, de tareas, de elecciones y a veces sentimos que la vida se nos escapa entre los dedos. La entropía, en este sentido, señala la pérdida de un centro y la dispersión de lo esencial.

Pero hay algo esperanzador en esta idea. Porque si sentimos el caos, es debido a que previamente hubo orden o al menos, un deseo de orden. Si notamos que todo se vuelve incomprensible, es porque en el fondo esperamos que alguien pueda comprendernos por completo. Y esa esperanza, aunque no tenga nombre, ya es una forma de fe. Basta, para comprender todo esto, con haber sentido alguna vez que todo lo vivido (lo bueno y lo malo, lo claro y lo oscuro) no puede haber sido en vano. Que incluso lo que parece perdido o incluso muerto podría ser recogido y redimido. Y que, tal vez, eso que llamamos Dios sea la posibilidad de que todo encaje, de que todo cobre sentido, incluso si todavía hoy no lo vemos.

La entropía del tiempo vivido no es algo que se pueda evitar. Pero sí se puede detectar. Y quizá, si en medio de ese desorden aprendemos a mirar con paciencia, con humildad y con apertura hacia lo ignoto descubramos que el centro nunca estuvo del todo perdido, sino solo dormido, esperando a que lo llamáramos por su nombre.

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