Hace tiempo que no resultaba tan difícil hacer un balance de año. Seguro que hemos sufrido años duros a nivel global o personal, pero pocas veces años tan inesperados como éste. Resultaba difícil imaginar todo lo acontecido tras los primeros albores del 2020, tras las doce campanadas, tras el silencio de los últimos cotillones.

Comenzamos el año con la ratificación del Brexit y lo que suponía el fantasma de la desintegración europea. Luego vino la expansión la COVID 19 convirtiéndose muy pronto en una pandemia que afectaría a todo el mundo, dejando tras de sí más de un millón de muertos y miles en España. La sanidad española se ha visto seriamente afectada y pronto la economía empezó también a sentir sus devastadores efectos: los ERTE, miles empresas y autónomos afectados, los índices de desempleo retornando a años precedentes, entidades sociales desbordadas ante el crecimiento de las demandas de ayudas.

Todo ello acompañado de nuevos brotes de racismo que provocaron movimientos en defensa por la igualdad, con conatos de violencia por todo el mundo. Los movimientos migratorios forzados, lejos de frenarse, continuaron e incluso se intensificaron a través de nuevas vías utilizadas por las mafias, como la de las islas Canarias que hemos vivido los últimos meses.

Tampoco nos hemos librado de catástrofes naturales. Graves incendios en otros países como EEUU o Australia. En España comenzamos enero con el temporal Gloria, al que han ido sucediendo otros a lo largo del año que acarrearon inundaciones en varias zonas de España, evidenciando el colapso de la naturaleza y la necesidad de revertir la acción humana y apostar por el cuidado de la casa común.

Podríamos continuar citando acontecimientos, detallarlos y detenernos en cada uno de ellos para conciliarnos con sus víctimas, con todos aquellos que han sufrido de cerca los zarpazos de la COVID, de la crisis económica, de la guerra, del racismo, de la violencia de la naturaleza, pero evitando dejarnos ahogar por el dolor, por la oscuridad, porque hace nada hemos escuchado: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. (Jn 1, 67-79)

Y como Juan el Bautista, los discípulos de Jesús de Nazaret estamos llamados a ser testigos de la luz. Estamos llamados a disipar tanta tiniebla, tanto dolor y construir caminos de paz que nos devuelva la esperanza y el futuro a todos y cada uno de nosotros.

Es por ello que ahora soy capaz de vislumbrar y agradecer tantos gestos y acontecimientos a lo largo de este año que han hecho posible otra realidad, otro mundo lleno de la luz del Salvador.

Gracias a todos aquellos que se han entregado en hospitales y residencias, en el cuidado de enfermos, de nuestros mayores; gracias a esa trabajadora de la función pública que ha hecho todo lo que estaba en sus manos para que, a pesar de las trabas, se cobrasen todos los ERTE posibles; gracias a ese voluntario que pasó la tarde eligiendo unos regalos para los hijos de la familia que estaba siendo atendida en Cáritas durante esta Navidad; gracias a esos dos jóvenes que se manifestaron durante las marchas contra el racismo de forma pacífica y responsable; gracias a ese vecino que estuvo pendiente de la abuelita del tercero y no podía salir a comprar; gracias por la generosa propina que dejó esa clienta en un bar aunque no podía tomarse su café de todos los días.

Hay tantos y tantos gestos, silenciosos, sencillos y humildes, cotidianos. Porque como proponía la campaña de Cáritas “cada gesto cuenta” y “la cercanía no se mide en metros sino en gestos”.

Durante el 2021, no olvidaré este proverbio coreano: “hasta la oscuridad más profunda desaparece con la luz más tenue”.