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Opinión

José Manuel Murgoitio

Ninguna lágrima se pierde delante de Dios

15 de mayo de 2018

Cuando aún resuenan los ecos del ejemplo dado por los padres de Alfie Evans (sin olvidar que la retirada de la ventilación artificial al niño no ha sido un caso de eutanasia) y la difícil situación en la que se encuentran los familiares de enfermos ante diagnósticos como los de este pequeño, en el Congreso de los Diputados, la admisión a trámite este pasado jueves de una proposición de ley del Parlamento de Cataluña para despenalizar la eutanasia, ha reabierto el debate social sobre esta cuestión.
Con esta propuesta se pretende reconocer el derecho de las personas a solicitar y recibir ayuda para morir, cuando concurran las circunstancias previstas según la propia ley (artículo 4.1 de la proposición de ley). Las condiciones son: sufrir una enfermedad grave incurable o padecer una discapacidad grave crónica, de acuerdo con los términos en los que las describe la norma (artículo 5.4ª de la proposición de ley).
La cuestión de la eutanasia no es sólo un problema religioso que deba afectar en exclusiva a los creyentes, se trata de un grave problema moral para cualquier persona, sea creyente o no. Por ello hemos de partir de la afirmación del valor absoluto que constituye la dignidad de la persona humana. Y el valor de la persona humana no se mide por su salud, como recordó el Papa Francisco en 2014 a los miembros de la Academia Pontificia para la vida, afirmando que “la falta de salud o la discapacidad no son nunca una buena razón para excluir o, peor aún, para eliminar a una persona”.
Se trata, en consecuencia, de una cuestión de dignidad de la persona, hecha, para los creyentes, a imagen y semejanza de Dios; pero esta dignidad de la persona humana, desde el momento de su concepción hasta el de su muerte, es también una cuestión de Derecho natural. Por eso no interpela sólo a los creyentes.
Así, según la proposición de ley, la eutanasia consistiría en aquella actuación cuyo objeto es causar la muerte de un ser humano, a petición suya, bien por sufrir una enfermedad grave incurable bien por padecer una discapacidad grave crónica. Por ello, así considerada, constituye una forma de homicidio, atentando gravemente contra la dignidad de la persona humana, contra la naturaleza que le es propia y contraria al Derecho natural, porque aquella dignidad “no se fundamenta en ninguna circunstancia, sino en el hecho esencial de pertenecer a la especie humana” (Conferencia Episcopal Española, 1993).
Frente a ella se han de considerar otras opciones moralmente aceptables como la ortotanasia, que designa la actuación correcta ante la muerte por parte de quienes atienden al que sufre una enfermedad incurable en fase terminal. Porque “ante la inminencia de una muerte inevitable es licito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la propia existencia” (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1980). Con ello no se pretende provocar la muerte sino que se acepta no poder impedirla. El propio Papa Francisco ha advertido, con ocasión del envío de una carta al Presidente de la Academia Pontifica para la Vida y a los participantes en el Encuentro Regional Europeo de la Asociación Médica Mundial (2017) que, si bien la eutanasia “es siempre ilícita en cuanto se propone interrumpir la vida, procurando la muerte”, “es moralmente lícito renunciar a la aplicación de medios terapéuticos o suspenderlos cuando resultan éticamente desproporcionados” llevando a situaciones de obstinación terapéutica o distanasia.
La respuesta de una sociedad ante las situaciones de enfermedad grave, la discapacidad y la ancianidad, reflejan la capacidad de la misma para responder al deber común del cuidado de la ecología humana, sobre la base de los principios de solidaridad y compromiso. De ahí la importancia de la familia, de la medicina y los cuidados paliativos como mecanismos de solidaridad ante estas situaciones, siempre difíciles, y forma de combate frente al dolor y la soledad.
Y todo, sin perder la esperanza, porque, como afirmó Benedicto XVI con ocasión del Ángelus del 1 de febrero de 2009, “estemos seguros de que ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios”.

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