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Opinión

Joseba Bonaut

Morir (.)

17 de noviembre de 2017

El cine ha mostrado siempre un gran interés por la muerte, su potencial significado y la influencia que ejerce en nuestra manera de entender el mundo. Desde la metafórica visión de Ingmar Bergman en “El séptimo sello” (Suecia, 1957), una muerte que juega con el fatal destino a una partida de ajedrez, a la dulcificada ilusión de Isabel Coixet por “solucionar” la ausencia en “Mi vida sin mí” (España, 2003), los múltiples acercamientos cinematográficos a este tema siempre han respondido a lo que Tarkovsky definía como finalidad última del arte: “explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan solo enfrentarlo a ese interrogante”.

Este duro reto para el espectador se convierte en casi un imposible en el cine actual. Una sociedad totalmente individualizada y carente de reflexión espiritual parece poco preparada para soportar la verdad. Y es que la muerte raramente puede entenderse (en el sentido amplio de la palabra) sin el otro, sin la huella que dejamos en los que nos rodean y con el sufrimiento que se provoca en un claro y duro proceso de “entendimiento”.

Por todo lo explicado, por la dificultad de encontrar películas que aborden el tema sin tapujos, de manera directa, buscando la comprensión, y no el fácil recurso del consuelo, resulta milagroso asistir al discurso de una película como “Morir” (España, 2017), del director Fernando Franco.

Inspirada en una novela de Arthur Schnitzler, la sinceridad surge en el título y se plasma en una trama que no deja ninguna duda sobre su desarrollo: vamos a asistir en primera persona al proceso final de un enfermo de cáncer y cómo se vive (en mayúsculas) esta situación en pareja, hasta el último aliento.

La fría precisión de la película no deja respiro emocional gratuito. La incomprensión, la ausencia de reconocimiento, el desprecio y el olvido se combinan con la superación, el servicio, la aceptación y muy especialmente el amor, que se presenta en todas sus dimensiones.

Es por esta razón que aunque la visión de Franco aparentemente se presente ausente de cualquier forma de espiritualidad (en una capa superficial), el mensaje final de la película, cargado de verdad, solo nos puede dar un respiro, un soplo de oxígeno lleno de esperanza. Y es que la protagonista, Marta, descubre que tras la odisea de la muerte nos queda la vida, el sentido de la misma.

Y nada se para porque todo sigue.

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