En uno de sus célebres poemas Santa Teresa de Jesús escribía: nada te turbe, nada te espante. Solo Dios basta. ¿Por qué diría una frase tan contundente la santa de Ávila? Por su certeza en la resurrección. Por su experiencia personal de identificación con el Señor. Porque si Cristo ha resucitado, todo cambia, la realidad se transfigura. Nada importa demasiado y solo una cosa nos ocupa: estar con Cristo. La muerte –ese terrible horizonte que asoma en nuestras vidas y en la de nuestros seres queridos– se convierte en un leve aguijón que apenas nos molesta. La enfermedad, la injusticia o tantos pesares que arrastramos, ante el convencimiento de una vida nueva en Cristo, se transforman en anécdotas que apenas nos distraen de la meta a la que tendemos.

Aquel que ha encontrado el amor de su vida solo le preocupa estar junto a su amado, oír su voz y sentir su presencia. Para el amante, el amado lo es todo. Lo demás es siempre poco. A su lado se siente fuerte y valiente. Lleno de audacia, nada teme ni nada le distrae de su contemplación. Así ocurre con el que se ha encontrado con el amor de los amores, que es Jesucristo. San Juan de la Cruz lo expresaba magistralmente: Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras.

Sí, es cierto: ¡Cristo ha resucitado! Y nos precede en Galilea. Como explicaba el Papa Francisco en la vigilia pascual, Galilea significa, ante todo, empezar de nuevo. Para los discípulos fue regresar al lugar donde el Señor los buscó por primera vez y los llamó a seguirlo. Es el lugar del primer encuentro y del primer amor.

Si nos paramos un momento, ante el acontecimiento de la pasión, muerte y resurrección del Señor, solo cabe decir una palabra que hemos guardado celosamente en la Cuaresma y que ahora podemos clamar con energía: ¡Aleluya! Las demás palabras son insuficientes.

Ante las dificultades de nuestra vida, las oscuridades, las contrariedades y los sufrimientos que nos esperan, podemos repetir con Isaac: Átame fuerte, padre mío, no sea que por el miedo me resista. Porque sabemos que la tierra tiembla delante de Dios que pasa, que el Señor, en el momento de la prueba, cuando todo parece que se nubla y que no hay salida, provee un cordero que con su aliento sopla con fuerza y sepulta en el mar los ejércitos del faraón que nos persiguen para darnos muerte.

La vida inmortal ha puesto su tienda dentro de nosotros nos ha introducido en la sala del banquete. ¿A qué más se puede aspirar? Dios mismo nos ha atraído dentro del círculo trinitario para ser un nuevo Yo: yo vivo, pero ya no soy el que vive, sino que Cristo vive en mí. Dios nos ha hecho entrar en su Iglesia y ha construido en nosotros su templo.

Dios ha salido al encuentro del hombre como lo hizo con Abraham; Dios nos libra de la esclavitud de Egipto y del poder del Faraón abriendo el mar en dos partes; Dios envió a todos sus profetas y finalmente a su hijo Jesucristo, el Enmanuel, para que sintiéramos a Dios con nosotros. Dios se da a sí mismo, viene a nuestro lado para salvarnos y librarnos del poder del pecado y de la muerte. Esta es la gran noticia: Cristo ha resucitado, está vivo y su reino se asienta dentro de nosotros. San Agustín confesaba este hecho con extraordinaria belleza: Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigoReteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Dejemos de buscar la alegría y la felicidad fuera de nosotros porque la plenitud ha llegado a nuestros corazones. 

¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! No más luto ni pesares, no más desaliento ni vacío. La certeza de la resurrección disuelve la oscuridad de nuestros sufrimientos, del pecado y de la muerte. La tumba no pudo retener a Cristo. La piedra que sellaba su sepulcro fue removida como señal de que también la losa de las tribulaciones que nos aplastan también será apartada con el mismo poder que resucitó a Jesús de entre los muertos.