Siguiendo con nuestras reflexiones sobre la esperanza cristiana en tiempos de crisis, ofrezco dos perfiles de la esperanza: crucificada y paciente

Esperanza crucificada. “A vosotros se os ha concedido el privilegio de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él” (Flp 1, 30). Siempre ronda al creyente la tentación de vaciar su vida de cruz e invocar a Dios para que lo libere del sufrimiento propio de esta condición humana y lo transporte a la “felicidad sin sombras”.

La esperanza crucificada crea todo un estilo de vida, que San Pablo describe así: “Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se transparente en nuestro cuerpo” (2 Cor 4, 8-10). Desde esta perspectiva, incluso los fracasos pueden ser un acicate para seguir esperando con lucidez. El fracaso lo sufre quien se compromete. Por eso puede ser aguijón que mueve  a reaccionar, corregir equivocaciones y pecados, y seguir caminando confiados en el Señor. También los fracasos y sufrimientos en la tarea evangelizadora y pastoral. “Por este motivo (anuncio del Evangelio) estoy soportando estos sufrimientos; pero no me avergüenzo, porque sé bien en quién tengo puesta mi fe” (1 Tim 1, 12).

Esperanza paciente. La esperanza cristiana se traduce muchas veces en paciencia. Esta paciencia tan necesaria hoy, no es algo pasivo. La hypomoné de la que habla el Nuevo Testamento es aguante activo, entereza, perseverancia, resistencia activa, saber “plantar cara” a la adversidad. Precisamente es en la adversidad y en la prueba donde se ejercita la paciencia. “la dificultad produce paciencia; la paciencia, calidad; la calidad, esperanza; y esa esperanza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom 5, 3-5). Se entiende así bien la exhortación de la carta a los Hebreos 10, 35-36: “No perdáis ahora vuestra confianza, que lleva consigo una gran recompensa. Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido” (Hb 10, 35-36).

Esta llamada a la paciencia se ha de orientar hoy en una doble dirección. En primer lugar, ha de ser escuchada por los impacientes, los que quieren el cumplimiento ya ahora, sin esperar más; los que no entienden la paciencia del Padre que, respetando la libertad del hombre, deja que la historia se desarrolle incluso contra sus planes; los que juzgan en lugar de anunciar el Evangelio; los que apremian en lugar de orar; los que condenan en lugar de ofrecer “el ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5, 18); los que quieren separar ya el trigo de la cizaña en lugar de dejarlos crecer. 

Pero ha de ser escuchada también por los resignados; los que están cansados por las decepciones, la inutilidad de los esfuerzos, la impermeabilidad del hombre moderno al Evangelio.