Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

La divinidad que sueña

28 de agosto de 2025

¿Sueña Dios? Si éste parece escoger a unos pocos para desplegar sus dones, tiene sentido que cuando ellos sueñen, lo haga Dios también. Y del mismo modo que el don se enraíza en actos, lo hacen, a su vez, los sueños. Uno de los medios más eficaces para transmitir esas vivencias oníricas es la escritura.

Escribir es un gesto humilde: sólo requiere unas manos que se muevan, un trazo sobre el papel o un leve golpeteo de teclas. Pero en esa fragilidad se esconde un secreto inmenso, sea cual sea el modo en que escribamos. Cada palabra que nace lleva consigo la posibilidad de hacer florecer un mundo. Y en ese mundo, criaturas que no saben que existen comienzan a respirar.

He ahí el verdadero milagro, si se me permite la palabra. Hay en la escritura un poder cercano (y aun así, infinitamente lejano) a la divinidad. No porque eternice ni porque domine, sino porque otorga lo más simple y a la vez lo más sagrado: la vida. Un personaje apenas delineado, un susurro convertido en voz o un silencio que se transforma en mirada: todo surge de la nada y empieza a caminar. Nada de ello tiene conciencia de sí mismo y aun así siempre hay algo que nos conmueve como si fuese tan real como nosotros…, o incluso más.

En ese misterio se oculta, además, la esperanza. Los personajes cargan una luz que no les pertenece, pues la entregan siempre al lector. El viaje que realizan desde que abren los ojos por primera vez hasta que llegan a nuestro corazón es lo que habitualmente llamamos «su historia» y recogemos en uno o varios libros. Al seguir sus pasos descubrimos que, aun en la ficción, se puede resistir a la oscuridad, se puede amar y quizá lo más importante de todo: se puede volver a empezar. La vida inventada se convierte en promesa para la vida que le brinda lectura y le otorga, así, cierta capacidad de redención.

Quizá sea este el verdadero milagro de la escritura: dar esperanza a lo que no sabe que la lleva dentro, y en ese gesto, devolvernos también esperanza a nosotros. Como si cada historia fuera un reflejo de la creación misma, una chispa mínima de divinidad que atraviesa las palabras y nos recuerda que habitamos un mundo de relatos, sin los cuales estaríamos dando tumbos en la más densa oscuridad.

Escribir, entonces, no se limita a ordenar signos acorde a un ritmo concreto. Implica encender una lámpara que no alumbra únicamente al personaje, sino también al lector y al propio autor. Y en esa claridad breve, en esa llama temblorosa, se adivina que lo divino quizá no esté en un lugar lejano, sino en cada historia que somos capaces de inventar. Porque escribir es también soñar, y quien sueña mundos, aunque sean de papel, se asemeja por un instante a la divinidad que sueña el universo entero.

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