La reciente ordenación de tres nuevos presbíteros en nuestra diócesis, la eucaristía de despedida de D. Vicente y la próxima toma de posesión de D. Carlos me ha hecho reflexionar sobre la promesa de obediencia al obispo por parte de los sacerdotes diocesanos. Y, yendo más allá, meditaba sobre las gracias que produce a todo hombre, sea religioso o lego, la obediencia a otro hombre al que voluntariamente se somete como apoyo sobrenatural en el camino personal de santidad.

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La obediencia es, sin embargo, una de las actitudes más denostadas para esta generación. El obediente se contempla por muchos como un ser acomplejado, inseguro, manso, sumiso, apocado o sin personalidad.

Mi experiencia personal me ha enseñado que ocurre precisamente todo lo contrario. La obediencia me ayuda a liberarme de la esclavitud de mi propia voluntad. Parece una paradoja, pero es así. Dice San Pablo «caritas Cristi urget nos», que quiere decir «el amor de Cristo nos apremia a pensar» que «Cristo murió por todos para que el hombre no viva ya más para sí mismo, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos» (2Cor. 5,2). El pecado original que está en nosotros y que hemos heredado de Adán nos obliga a ofrecernos todo a nosotros mismos. Según esta antropología de San Pablo, los hombres están forzados por el pecado original a entregarse todo a sí mismos, porque el hombre separándose de Dios se ha hecho dios. Por eso busca su felicidad en todo y en el fondo siempre está insatisfecho. San Bernardo incidía en esta idea cuando afirmaba “Destruid la propia voluntad y ya no habrá infierno”.

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Asimismo, obedecer y apoyarse en un tercero -ya sea catequista, director espiritual, superior de una comunidad religiosa o simplemente un hermano al que le concedes un don de discernimiento particular- ayuda a liberarnos del propio juicio que siempre será excesivamente subjetivo. Nuestro juicio particular sobre las personas y las cosas viene acompañado de diablillos perturbadores que enredan nuestra cordura y que se aprovechan de nuestros prejuicios, nuestras malas inclinaciones y de nuestra soberbia para que erremos dramáticamente en nuestras decisiones.

Nuestro modelo es Jesucristo que fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp. 2,8). Así también, los santos y los mártires que despreciaron su voluntad para alimentarse de la Dios siguiendo las palabras de su Maestro y Salvador. Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn, 4, 34).

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La obediencia, finalmente, no es una servidumbre. Al contrario, nos regala la más profunda de las libertades que es la libertad de los hijos de Dios. De igual forma que la pobreza nos proporciona enormes riquezas espirituales y la castidad nos conduce a la intimidad del amor con nuestro amado.