Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

El regalo de Dios

19 de diciembre de 2025

Parece una obviedad hablar ahora de regalos. La palabra circula con facilidad, casi desgastada por el uso, asociada a fechas concretas, a calendarios previsibles y a gestos repetidos por doquier que parecen no requerir mayor reflexión. Regalar se convierte, así, en un acto automático, socialmente pautado, que corre el riesgo de agotarse en la superficie del intercambio. Y, sin embargo, precisamente en lo obvio suele esconderse lo que requiere ser pensado: aquello que hacemos sin detenernos a considerar su densidad, su alcance y su verdad más profunda.

La obviedad se disuelve al pensar en lo que constituye realmente el regalo. Éste no es la caja, tampoco el lazo que la abraza. ¿Quizá, entonces, lo sea el contenido material del mismo? No. Todo ello conduce hacia el verdadero regalo: el amor que se entrega en ese gesto. El objeto es solo mediación, un signo frágil que apunta a algo que siempre lo excede (o debiera excederlo). Regalar implica exponerse, ofrecer algo de uno mismo sin garantías de reciprocidad plena. En todo regalo auténtico hay, pues, un desajuste positivo: nunca coincide exactamente lo dado con lo recibido, porque lo esencial no se puede medir ni controlar. Dicho de otro modo, el amor, cuando se da, desborda siempre la forma que lo contiene.

Por eso el regalo auténtico no se impone ni se calcula. No responde a una lógica de intercambio ni de equilibrio. Su valor no está en el coste ni en la utilidad, sino en la gratuidad que lo sostiene, en la sonrisa sincera de quien lo tiende con la mejor de sus intenciones. Dar un regalo es, en el fondo, afirmar la importancia del otro, reconocer su existencia como digna de atención, de amor. Es, pues, un gesto que interrumpe la autosuficiencia y abre un espacio de relación donde algo nuevo puede acontecer, aunque sea de manera silente pero no por ello menos potente.

Podemos preguntarnos ahora: ¿cuál es el mejor regalo que nos han hecho? Visto del modo que venimos hilando, aquellas primeras pinturas que me regalaron cuando era pequeña podrían ser mi respuesta a tal pregunta. Pero cuando reflexiono sobre ello, me doy cuenta de que hay un regalo actual que me infunde una mayor ilusión. Porque el regalo más grande que podemos recibir es la gracia de Dios. Es tan, tan grande que no hay caja que la abarque, ni intención humana que la agote. La gracia no responde a nuestras expectativas ni se ajusta a nuestros esquemas, tampoco a un presupuesto; simplemente (¡y aquí lo simple ya es mucho!) acontece. Y, al acontecer, plenifica. Porque recibir un don así implica aceptar que no todo depende de nosotros, que la vida no se sostiene solo sobre el cálculo o la voluntad, sino sobre una gratuidad que nos alienta y nos excede.

Aceptar la gracia es aprender a vivir desde el agradecimiento y no desde la exigencia. Es reconocer que lo más decisivo no se conquista con un billete, sino que se acoge con humildes manos temblorosas. Quizá por eso hablar de regalos no sea tan obvio como parece. Tal vez sea una invitación a repensar el gesto de dar y de recibir, dejando que lo esencial, aunque no siempre se vea, siga siendo el eje vertebrador de nuestra existencia.

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