Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Una sonrisa entre penurias: la Esperanza de Triana en las Tres Mil Viviendas

9 de octubre de 2025

«Aquí no tenemos mucho, pero tenemos fe». Así hablaba uno de los vecinos de las Tres Mil Viviendas el pasado sábado a quien esto escribe. Frente a él, María, alzada sobre flores y oro, contemplaba su rostro emocionado y su temblor de manos, como si tratase de aliviar en aquellos segundos la carga de toda una vida dominada por la penuria.

Cuando la Virgen apareció en el Polígono Sur, envuelta en su manto esmeralda, un suspiro colectivo recorrió Sevilla. Los adultos contenían la emoción, mientras los niños señalaban la imagen con ojos desbordados de curiosidad. Cada movimiento del cortejo, cada vaivén de la Esperanza, parecía alargar los segundos, como si el tiempo mismo se plegara para permitir que María tocara cada corazón presente.

Ella, alzada sobre una marea de rostros desamparados, parecía absorber la historia de cada persona que se le acercaba: manos temblorosas que se extendían, lágrimas que no se ocultaban, sonrisas que se abrían paso a pesar de la falta de bienes, a pesar de la falta de certezas. «¡La Virgen ha venido a verme!», exclamaban. Los vecinos murmuraban oraciones, intercambiaban palabras de ánimo y compartían silencios cargados de memoria. En esos instantes, la Virgen no era solo un objeto de devoción; era la presencia que hacía sentir visible cada vida, que recordaba que incluso en la penuria hay espacio para la alegría.

El traslado avanzó lentamente, calle por calle, y en cada parada parecía detenerse en el tiempo: una vecina ofrecía un ramo improvisado, un niño levantaba un dibujo, un anciano apoyaba la mano en el bastón y cerraba los ojos, imaginando, rememorando, viviendo a la Esperanza mediante el recuerdo de aquella añeja Madrugá en blanco y negro. Todo el barrio respiraba al unísono con la imagen que pasaba navegando frente a ellos, como si la urdimbre de fe colectiva que se descubrían hilando fuera un puente que conectaba cada historia personal, cada lucha y cada silencio con el rincón más alto del cielo.

Cuando finalmente la Virgen llegó a la parroquia de San Pío X, la emoción no disminuyó. Había en el aire un murmullo de promesas no escritas, de semillas que sólo gracias a aquello florecerían. Pero que la Esperanza presidiera con su magnánima presencia aquel barrio requería un gesto humano y humilde; por eso, procedieron a retirarle la corona que hasta entonces había culminado su figura. Primero sobrevino el silencio; luego, una vez retirada, una vecina exclamó: «¡así está más guapa todavía!».

Y así llegaron de nuevo los vítores y las sonrisas. En aquel momento, cuando la Esperanza caminaba ya hacia el interior del templo, Sevilla comprendió que la verdadera corona de María no se erguía a partir de oro ni plata, sino de centenares de almas que llevaban años clamando por una Esperanza que, conmovida por éstas, decidió visitarlas en persona dejando atrás la que siempre había sido su casa.

El preámbulo de la Misión de la Esperanza, por supuesto, no dejó indiferente a quien esto escribe. A pesar de vivir en el núcleo trianero, me bastó con mirar una sola vez a María aquel día para comprender que ni toda una vida bastaría para sentir realmente lo que a su paso ella esparcía. Lo sabían mejor aquellos vecinos que yo, a pesar de separarnos varios kilómetros. El brillo de sus ojos, llenos de asombro y gratitud, parecía reflejar un mundo que no se ve ni siquiera en Semana Santa. Comprendí entonces que la verdadera riqueza, la Esperanza con mayúscula, estaba presente por completo en esos momentos compartidos, en cada lágrima derramada y cada fugaz carcajada; en fin, en la presencia que transmite siempre más que cualquier palabra.

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