Celebramos al final del tiempo de Pascua la solemnidad de Pentecostés. Este año lo hacemos en el contexto del año jubilar, en el que escuchamos una fuerte interpelación a cultivar la virtud teologal de la esperanza, que, como nos dice san Pablo, encuentra su fundamento en el amor de Dios que se nos ha dado a través del Espíritu Santo. También este día la Iglesia celebra el día de los laicos, hombres y mujeres, auténticos discípulos misioneros que viven con intensidad y compromiso generoso un apostolado, que tiene su raíz en el bautismo y que se convierten, en muchas ocasiones, en signos de esperanza para la Iglesia y la sociedad.
El Congreso nacional de Vocaciones, que celebramos recientemente (7-9 de febrero) en Madrid, como expresión de la comunión eclesial, ha sido también un signo de esperanza para nuestra Iglesia que anhela seguir haciendo camino, subrayando la diversidad de vocaciones para la misión evangelizadora. La vocación de la Iglesia es la misión, el anuncio explícito de Jesucristo con palabras y con obras. Así, en la ponencia final del Congreso de Vocaciones se destacaba el nexo profundo que existe entre misión y vocación, de tal manera que se afirmaba que se pueden considerar como palabras intercambiables. «Por eso podemos decir que una Iglesia misionera es una Iglesia vocacional y que una Iglesia vocacional es una Iglesia misionera» (ponencia final del Congreso de Vocaciones, 7).
El Sínodo nos recordaba de un modo concluyente, siguiendo el Magisterio de Francisco, no solo que la Iglesia tiene una misión, sino que, en sí misma, es misión: porque si el anuncio del Evangelio no es el centro de la vida de la Iglesia, entonces corre el peligro de convertirse en una Iglesia autorreferencial, que se mira solo a ella misma. Por eso, la Iglesia, especialmente en este año jubilar, si quiere ser signo de esperanza en el mundo, tiene que perder el miedo a salir a la intemperie y moverse por las periferias existenciales en muchas ocasiones tan cercanas a nosotros, donde quizás hay vientos y borrascas pero sabiendo que contamos con el ancla segura, que es Jesucristo.
Esta dimensión evangelizadora y misionera le corresponde a toda la Iglesia pero, de «un modo propio y peculiar» (Lumen Gentium 31), a los laicos, que están más en contacto con el mundo, en los ambientes. La primera tarea de los laicos, hombres y mujeres, es impregnar y transformar las realidades temporales con el espíritu del Evangelio. Los laicos, en virtud de su vocación, están llamados a entregar el amor de Dios que ha sido derramado en cada uno de nosotros por el Espíritu Santo, como caridad política, estando presentes en la vida pública, siendo testigos de la esperanza cristiana con valentía y ardor misionero.
Gracias a nuestra delegación de Apostolado Seglar de la diócesis, a todos los laicos asociados de un modo u otro que trabajáis con tanto empeño, alegría y eficacia en esta diócesis y gracias a la Acción Católica, que también en Pentecostés celebra su día.
Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Esperanza, nos ayude a seguir esperando en Cristo, siendo “misioneros enamorados, que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida” (Francisco, Encíclica Dilexit nos, 209).