Cuando se trata de escribir, siempre realizo el mismo proceso. Extiendo mi brazo, cojo la libreta que habitualmente recoge esbozos de mis atemporales ideas y la examino. Armada únicamente con un bolígrafo, subrayo, tacho y amplío aquello que creo que puede tornar en un fruto útil.
Dejadme que me detenga en este adjetivo. ¿Útil? Difícilmente una palabra podría serlo. En realidad, resultaría harto extraño que alguien, por ejemplo, pidiese ayuda para colocar una estantería y la persona a su lado ofreciese únicamente una palabra como respuesta. ¡Qué situación más extraña…! Y, sin embargo, tan interesante.
Lo útil no se reduce, como normalmente se piensa, a lo meramente práctico. Y las palabras, al contrario de lo que pueda parecer, son extremadamente valiosas. Ellas solas percuten la guerra y la paz por igual: sentencian y redimen a la par.
Y nosotros, ¿qué hacemos con ellas? Si no sabemos manejarlas, podemos acudir a la Palabra. Así, con mayúscula: una que viene dada por quien sí la conoce a la perfección y comprende cómo opera en nuestras almas. Pero para vivirla no basta con leerla como si fuera una historia antigua, pensando que el tiempo ha trazado un abismo insoldable entre el otrora y el ahora. Tampoco hemos de dejarla olvidada en un estante bajo la amenaza del suave abrazo del polvo. La Palabra es semilla, y la semilla requiere tierra, agua, cuidado y espera. No germina en la indiferencia ni crece en el corazón endurecido. Por eso cada uno ha de abrirse a ella como quien abre las manos para recibir un don inesperado: sin exigir, sin calcular, sin pensar primero en lo que puede obtenerse, sino en lo que se puede ofrecer. ¿Qué puedo hacer yo con ella para mejorar la vida de quien me rodea? Cierto, no me corresponde a mí salvar a nadie, pero quizá sí brindarle acordes alegres con los que enriquecer su existencia.
Muchos escuchan la Palabra y la entienden como consuelo, lo cual no es un error, pero quizá sí una insuficiencia. Otros la reducen a mandato, lo cual tampoco es falso. Pero en realidad es un camino: orienta (radicalmente, además) la dirección de nuestros pasos, señala cuándo detenerse y cuándo avanzar, y da sentido incluso al dolor que no comprendemos. Es, pues, pura acción. Si la interiorizamos, la Palabra comienza a modelar nuestra mirada sobre el mundo. E ilumina. Irradia mediante una sonrisa ofrecida en silencio, un gesto de paciencia en lugar de una queja o una renuncia al egoísmo en favor del otro.
El riesgo está en convertir la Palabra en mero eco, algo que oímos un solo día a la semana o leemos con prisa, pero que en ningún caso dejamos que germine en el corazón. El eco pasa, se desvanece aunque resuene con intensidad antes de expirar. La Palabra, en cambio, quiere encarnarse en nuestra forma de vivir. Y vivir según ella no significa perfección inmediata, sino perseverancia humilde. Cada día es una nueva página de la libreta que conformamos cada uno de nosotros: a veces estará llena de tachones, otras de líneas torcidas, pero también habrá fragmentos claros, inspirados, capaces de sostener al que los lea e incluso arrancarle una sonrisa.
No esperemos a tener fuerzas sobrehumanas para empezar. No funciona así: la Palabra no se interioriza de golpe, sino poco a poco, como la tinta que se va impregnando en el papel y traza surcos que quedan impresos en el alma. Y del mismo modo que corrijo ahora mis esbozos en la libreta, hemos de aprender a corregir nuestras acciones, dejando que esa Voz mayor que la nuestra nos susurre: “Esto no late, vuelve a intentarlo. Sigue caminando”.
¿Qué fruto nace de todo esto? Una vida más abierta, un corazón más disponible, una mirada que no juzga con dureza sino que comprende incluso la existencia más extravagante. Quizá no logremos salvar al mundo entero, pero sí podemos suavizar la dureza de un solo día a alguien. Y a veces, ese pequeño alivio es suficiente para que la esperanza no se apague. ¿O acaso no basta una sola llama para iluminar la oscuridad, por densa que ésta sea?