Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del domingo de la Sagrada Familia

Ayer celebramos la Navidad y hoy la Iglesia, con el relato de san Lucas (Lc 2, 41-52) que narra el desconcierto de sus padres ante la “travesura” de un Jesús adolescente, nos propone a esta familia -la “sagrada familia” de María, José y Jesús- como espejo en el que mirarnos.

– ¡Menudo disgusto que diste a tus padres en tu primera subida de Nazaret a Jerusalén! -he dicho a Jesús por todo saludo-.

– Y bien que lo siento -me ha respondido mientras buscábamos dónde acomodarnos-. Pero ya había llegado el momento de desvelarles quién es mi verdadero Padre.

Sentados ante dos tazas de café, humeantes y aromáticas, Jesús ha proseguido:

– ¡Cómo os cuesta haceros cargo de que el Padre está por encima de todo!

– Cierto, es así -he reconocido humildemente-. Pero también podías haberles evitado el disgusto de pensar que te habías perdido. Era la primera vez que, al llegar a la pubertad, subías al Templo conforme a lo dispuesto por la Ley; al regreso, cuando, después de una jornada de camino, no te encontraron con la caravana que se volvía a Galilea tuvieron que sufrir un susto de muerte.

– No fue esa mi intención; seguramente hubo un malentendido y, además, lo primero era lo primero. Después de cumplir con lo mandado, ellos se fueron a hacer sus cosas y yo me quedé en el Templo, escuchando a los maestros de la Ley. Les hice algunas preguntas para aclarar sus ideas sobre el Padre y su Reino; la gente escuchaba encantada y el tiempo pasó volando; mis padres creyeron que estaba con la caravana y yo, enfrascado en mi primera confrontación con los maestros, tampoco me di cuenta de que la caravana se había puesto en marcha…

Jesús y yo estábamos también encantados, pues, él hablando y yo escuchando, se nos enfriaba el café. Tomamos unos sorbos y proseguí:

– Entre volver a Jerusalén y buscarte por todos los rincones en los que podías estar, María y José pasaron tres días de angustia. No me extraña que tu madre, al encontrarte en el Templo, te regañase con aquella amarga queja: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así. Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados».

– Esta fue la gran oportunidad para que les quedase claro de una vez por todas quién es mi Padre y que Él es siempre lo primero. Sospeché que de entrada no comprenderían lo que quería decir cuando les respondí: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?», pero poco a poco lo fueron entendiendo. Les compensé regresando con ellos a Nazaret, aprendiendo el oficio que me enseñó el bueno de José y comportándome como un buen hijo con él y con mi madre, hasta que llegó «mi hora».

– No lo dudo en absoluto. Los de Nazaret te llamaban “el hijo del carpintero” y estoy seguro de que en tu casa se vivía el clima que unos años más tarde recomendó tu apóstol Pablo a las familias cristianas: «sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión…».

– Y no sólo eso -ha añadido-; además de hacerme cumplir lo que mandaba la Ley, me alimentaron, me ayudaron a crecer en sabiduría humana y me enseñaron los Salmos, mientras yo les enseñé a llamar «Papá» (“Abbá”) a Dios, cosa que toda familia debería hacer ahora.

Y, dejando unas monedas sobre la mesa, nos despedimos con el ¡Feliz Navidad! más auténtico de mi vida.