Termino ahora de escuchar el noticiario con un resumen de los fallecidos por esta pandemia, y aunque ya conocía los datos, no dejo de sobrecogerme al contemplar la cantidad de ancianos que nos han dejado en estas semanas.

Por ello, seguro están de acuerdo, les dedicamos esta firma en este día, así como una delicada reverencia –apenas imperceptible, pero no por ello menos emotiva-  ante todos ellos por todo el aprendizaje que la riqueza de sus vidas nos permite disfrutar.

Y ahora ¿qué? Pues muy sencillo, a inundar de protección y de amor a todos los abuelos, para que puedan transmitir a las generaciones futuras todo lo aprendido humana y espiritualmente. No hablamos de sentimentalismos sino de justicia, ya que los necesitamos más de lo que podemos imaginar, al menos servidora. Respetar y cuidar de los ancianos no es otra cosa que vivir la pietas que forma parte de la virtud de la justicia.

En esta sociedad que solo valora la epidermis, nada de avergonzarse u ocultar a nuestros mayores, al contrario. A la palestra esta profundidad y madurez del vivir humano; a la palestra la comprensión, paciencia y capacidad de escucha que tiene una persona mayor que va atemperando su vehemencia de épocas pasadas; a la palestra las historias biográficas fascinantes que poco tienen que envidiar a la última película de ciencia ficción, aventuras y suspense. Y a la palestra también sus benditas limitaciones que, lejos de avergonzar, han de ser como un resorte en nuestras vidas que nos despierte del amodorramiento “No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones…” [1]

Queden así expuestos a la vista de todos, aspectos como el privilegio de poder ahondar en las raíces de la propia familia, y la naturalidad con que se ensamblan las generaciones en una admirable combinación entre la experiencia de unos y la fuerza de otros.  Que preciosa combinación aquella en la que los ancianos se rejuvenecen y actualizan con los jóvenes, como si tomaran el pulso al nuevo estilo de vida, mientras los más pequeños hunden sus raíces en las sagas familiares de las que proceden a la vez que ven cómo cada persona es amada por ella misma y no por lo que aporta o tiene.

La equidad intergeneracional no es una utopía, no le quepa la menor duda. Cuando uno nace no está en un mundo nuevo, sino habitado por personas que han ido acumulando de generación en generación, esfuerzos, sabiduría, conocimientos, costumbres, técnicas,… cultura, a la postre, que hace del mundo algo rico a la par que humano. Las nuevas generaciones tienen derecho a participar de esa cultura. Este legado parece invisible, pero es muy real; transmitido de mayores a jóvenes, si se destruye o se le ignora, supondrá la pérdida de nuestra historia. ¡Qué injusto!  Si rompemos lazos con el pasado nos sobrevendrán dificultades para reconocer que no somos los reyes y señores de la realidad. No se me ocurre en este momento nada que impida más el verdadero progreso (¡).

Con su permiso, atento lector, me despido canturreando unas letras que ahora, al escribir esta firma, han venido a mi mente: “… las gracias por mi vivir… por el tronco en que nací y la savia que encontré, y los brotes que nacieron portadores de su fe”. ¡Y me emociono!


[1] Salmo 71