El mío lo tengo muy claro, querido lector, mis hijos –nuestros hijos, perdón, que luego mi esposo lee este artículo y frunce el ceño con toda la razón- . Esos hijos “mayores”, que ya vuelan de casa y que estrenan todo y más –independencia, trabajo, amor… -. Y que tropiezan, vaya que si tropiezan. Y usted y yo que los vemos venir, que los vemos tropezar, que los vemos caer… y bendito sea Dios.

He de reconocerle que cuando más me flaquean las piernas –y el espíritu- es en estos momentos, ante sus errores –y posterior sufrimiento-. Qué débil me siento, que vértigo. Ya puede mi paciente marido recordarme lo que de sobras sé: que es ley de vida, que así aprenden, que todo es por alguna razón, que se robustecen… Nada, algo en mí se desequilibra –momentáneamente, todo hay que decirlo- y de nada sirve racionalizar los pensamientos ya que todo se convierte en entrañas de madre que para eso una los ha visto nacer.
Permita compartir con usted lo que realmente me ayuda en estos momentos, cuando quisiera zarandearles para recordarles lo verdaderamente importante en la vida y sé que no debo. No debo porque ya son libres y han de forjarse a sí mismos. No debo porque ellos tienen una novedad total que aportar a este mundo, y han de descubrirla por sí mismos, sin interferencias. Estoy aprendiendo que, cuando de hijos libres estamos hablando, la palabra respeto se nos queda corta. Se trata más bien de veneración, esa actitud por la que uno se abre a la perfección –o imperfección- del otro.

Pero no nos despistemos, sigamos por esta línea. No debo porque no me pertenecen –disculpa, cariño, no nos pertenecen-. No debo porque apenas somos colaboradores en una obra mayor, la del Hacedor de la vida que bien sabe lo que hace en todo momento. Este Señor de la vida, de la Vida y de nuestros hijos, los va modelando con una combinación de ternura y firmeza sencillamente impecable. Perfecta. Insuperable.

Y nada de sumisión, derrotismo, inactividad o fatalidad, Dios nos libre. Se trata única y simplemente de confianza. Que los padres seguimos y seguiremos ahí, cada vez más faltos de energía o de fuerzas, más torpones y despistados. Pero equilibrando estas carencias con una mayor profundidad en el sentido de la vida que de alguna manera a ellos les impregna también. No le quepa la menor duda. Y si a esto le añadimos la bendición de poder elevar oraciones por ellos y de poder “depositarlos” bajo el manto de la Madre, el combinado no nos puede salir más exquisito.
Y ya una descansa y sonríe aun conociendo la fragilidad de sus cuatro “talones de Aquiles”…
