El pasado 11 de febrero, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, se celebró la Jornada Mundial del Enfermo con el lema “Cuidémonos mutuamente”. Apuntalando esta máxima y haciéndome eco además de las palabras del Santo Padre sobre la familia como el “hospital más cercano” ¡abordamos esta firma!
El enfermo sufre, y su familia con él. A sus duelos –miedo, incertidumbre, pérdida de autonomía…- se unen los duelos de los que más le quieren –culpa, desconfiguración de los roles familiares, ambivalencias…- . La ruptura del enfermo a nivel físico, psicológico, social y espiritual afecta indefectiblemente a la familia, creando cada uno de sus componentes su propia realidad interna. Es el momento de que toda la familia se cuide con esmero –no solo el doliente- , ya que ante una enfermedad puede salir a flote lo mejor de cada uno de sus miembros –o, Dios no lo permita-, lo peor. No en vano el sufrimiento es capaz de conseguir que todo lo importante de la vida pueda ponerse en orden.
La familia, además de paliar médicamente la situación, debe tener en cuenta algunos aspectos que no pertenecen al ámbito sanitario pero que no por ello dejan de ser absolutamente “sanadores”.
Empezamos por entender el sufrimiento de ese miembro de la familia, sufrimiento que es un misterio y que el enfermo vive de una manera única. Conocedores de que su sufrimiento lleva aparejados la pérdida de la armonía psicosomática, la incertidumbre y desconfianza, la sensación de soledad, así como la necesidad de una especial forma de acompañamiento, podemos disminuir nuestra confusión inicial y acompañarle algo mejor.

Sería bueno continuar conociendo cuáles son las fases de toda enfermedad, para de esta manera poder acoplarnos con delicadeza “al baile de nuestro enfermo”. A la confusión inicial, pueden seguirle la negación, las reacciones emocionales tan adversas como intensas, la protesta, la agresividad y el vacío de sentido, los miedos amplificados… y la aceptación, querido lector, esa aceptación que viene cuando el dolor y el sufrimiento adquieren un sentido.
Nuestra comunicación famliar durante este período ha de estar llena, paradójicamente, de silencios –ojo, silencios poblados de actividad interior y que desembocan en profundos diálogos-, gestos corporales que transmitan la aceptación incondicional y la gratuidad de nuestro amor. Y miradas, imprescindibles cuando el dolor nos embarga en demasía. ¿Y la escucha? Un tanto especial, ya que ha de implicar un verdadero “abajamiento” por nuestra parte, haciendo abstracción de nuestra forma de entender y buscando únicamente la verdad del otro, el encuentro con el enfermo y su descanso. Si llega el momento de la palabra y del diálogo, que sea la sinceridad y la prudencia la que nos guíe… los sentimientos que no salen al exterior pueden axfisiarnos por dentro, no lo olvidemos nunca. Y es que las islas de soledad ante una enfermedad en la familia nos sumerje a todos en un cansancio descorazonador en lo profundo del corazón.
No olvidemos que estamos ante una familia, y a uno se le llena la boca al decirlo, ya que es el lugar del origen y del final de nuestra vida, espacio por excelencia para la entrega y la gratuidad, y ámbito de descubrimiento del sentido de la vida.

Precisamente en familia se puede descubrir ese sentido pedagógico de la enfermedad, al no buscarle un porqué sino un para qué. Y es que –tal como desarrollaba Victor Frankl en su logoterapia- una persona puede estar dispuesta a sufrir siempre y cuando tenga este sufrimiento tenga un sentido. La dirección centrípeta de la enfermedad arrastra a la familia al sin sentido, la rabia y el odio; por el contrario, cuando llega la enfermedad en la familia, afrontar es aceptar lo inevitable y así crecer interiormente, permitiendo que el dolor despierte nuestra alma dormida. Nos acercamos a la luz, atento lector, ya que cuando el doliente y su familia insertan la enfermedad en un contexto de trascendencia, uno puede empezar a vislumbrar algo…
Si todo lo creado está bien hecho, si somos profundamente amados por nuestro Hacedor, si nada de lo que nos ocurre Le pasa desapercibido y así lo permite, sólo nos queda bajar la cabeza serenamente y decir “así sea”. Es y será para bien. Tal es nuestra confianza en Sus designios que hasta podemos sentirnos privilegiados por esta situación que nos recuerda nuestra finitud, escogidos de alguna manera (¡) hasta llegar a proclamar con alegría “bienaventurados los que sufren…”. La fe nos salva, no hay mejor elemento terapéutico en una familia que saber que nadie va a al oasis sino por el desierto, que la Cruz nos lleva indefectiblemente a la Resurrección. Tenemos la prueba, Alguien nos lo ha mostrado antes.
