Nuestra familia, como núcleo estructural y relacional de seres – tan queridos –, se nos presenta con una dinámica propia y siempre cambiante en su propio ciclo vital. Una aventura que no dejará de sorprendernos.  Lógico si consideramos que también cambiamos las personas que la integramos, así como nuestras relaciones. Esta realidad, lejos de asustarnos, nos devuelve la tranquilidad al recordar que a pesar de estos cambios, siempre permanecerán estructuras, relaciones y dimensiones que continuarán dando estabilidad a todo núcleo familiar – hogar, dulce hogar… – .

Podríamos resumir diciendo que en toda familia algo cambia y algo permanece. Es más, renunciamos a un cierto determinismo cuando sabemos que aunque muchos de estos cambios son predecibles, esperados y fáciles de verificar, esta institución natural y humana siempre estará abierta a lo imprevisible e inédito,  conformando así su propio estilo familiar y originalidad.

Y en este inesperado ciclo, querido lector, nosotros también cambiamos y nos descubrimos maduros. ¡Que envejecemos, oiga!

Luces y sombras, sin duda. Nos sorprenden gratamente situaciones como la esperada consolidación de la situación laboral, el pleno rendimiento de nuestras capacidades físicas y psíquicas, la madurez en nuestras relaciones conyugales, la lejanía de la “dulce tiranía” de la época de crianza, la red de relaciones y apoyos sociales….

No obstante, hay que estar muy alerta a aquellas otras características, también normales en esta época de madurez, que pueden producir desequilibrios o lo que es peor,  desesperanza.  El conocerlas nos ayudará a estar prevenidos y afrontarlas con el éxito y optimismo a la que este momento nos invita. Vamos allá…

“¿He logrado las metas que tanto anhelé?“ Evaluamos nuestra biografía familiar y profesional, y quizás olvidamos que la excelencia que debemos conseguir no es tanto externa, sino personal e íntima. En nuestra mirada radica la respuesta; podemos ver el vaso medio vacío o medio lleno. Esta pregunta que indefectiblemente ha de llegar nos puede ayudar a valorar y reordenar, si es necesario, nuestra escala de valores – virtudes –  y conseguir la ansiada paz interior.

“¡Ya no me veo tan bien, no soy ya el centro de las miradas!”  Cuanto nos cuesta aceptar los cambios biológicos y psicológicos, anunciadores de una ineludible vejez. En lo físico, “vanidad de vanidades”; en lo psicológico, vemos cómo los jóvenes son más eficaces en las funciones a desarrollar y  nos van desplazando y sustituyendo. No estamos ya en el “ojo del huracán” donde se toman las decisiones y/o surgen nuevos acontecimientos. Una clave para evitar el desánimo: aprender a delegar, para poder conseguir el engranaje perfecto entre generaciones. De otra manera, podríamos acabar siendo un estorbo (¡).

“Y entre  nosotros, marido y mujer,  se ha colado la rutina y la incomunicación”. Para unos, la repetición de los mismos conflictos con su pareja les pueden llevar a la ruptura, quizás a la infidelidad -ponerse a prueba para tratar de probarse algo a sí mismos-, o a la más profunda indiferencia, ese mal endémico que ataca desde la raíz más profunda. De nuevo buscando claves, nos encontramos con la posibilidad de gestionar los conflictos, renegociando si es necesario y elevando la relación de pareja  hacía paisajes ni siquiera imaginados… De otra manera, cerramos nuestros sueños – esa preciosa continuidad biográfica –  al acabar con algo que podía haber sido una nueva y mejor etapa conyugal. Esta nueva etapa no mira atrás, pensando en un falseado pasado en el que todo se recuerda mejor, sino que avanza consolidando un amor que empezó hace ya muchos años, con pasión y enamoramiento –eros –, y que debe ir avanzando con inteligencia y voluntad – agápè– , hasta llegar al amor eterno.

“Mis hijos no me necesitan ya”. El normal desenvolvimiento e independencia que van adquiriendo los jóvenes hace que no seamos ya imprescindibles. Esto nos puede alejar de ellos, si no dejamos la necesaria distancia para su desarrollo, y aunque pueda parecer paradójico. Podemos asfixiarles, malinterpretando el verdadero amor que de sobras sabe que los hijos no son de nuestra propiedad y que han de volar bien alto.  De nuevo claves importantes serían el olvido de la autocompasión y el permitirles alzar el vuelo. Su dignidad así lo exige.

Me viene a la mente un fragmento de San Pedro de Alcántara – siglo XV –, que reza así: “…el que quisiere ver cuánto ha aprovechado en este camino de vida, mire cuánto crece cada día en humildad interior y exterior…   mire si está muerto al amor de la honra, y del regalo, y del mundo, y según lo que en esto hubiere aprovechado o desaprovechado, así se juzgue…”

Y sobre todo una canción que tatareaba mi abuela muy a menudo a la Madre,  “… mantén el ritmo de nuestra espera…”.

¡Lo dicho, a mantener el ritmo!