Atento lector, en la firma pasada nos parábamos a contemplar con algo de esmero el concepto de “fertilidad”, entendiendo mejor su integración en la persona sexuada. Continuando por esta senda, vamos hoy a tomar conciencia –deleitarnos-  con otro término que no le va a la zaga: la procreación, o el milagro de la vida, como usted prefiera.

Bendito poder inscrito en la sexualidad humana, y es que la procreación nos dice mucho de  cómo nuestros cuerpos sexuados nos permiten transmitir la vida; se entrelazan indisolublemente la sexualidad, el amor y la procreación. También cobra un  valor y trascendencia incomparable la relación sexual, ese gesto supremo -mucho más profundo que otros gestos con los que se expresa el cariño- capaz de engendrar un nuevo ser. Ahí es nada.

Entendemos así como la entrega sexual tiene sentido como expresión corporal de esa entrega total de la persona en la alianza conyugal fiel, indisoluble y abierta a la fecundidad. ¿Ingenua?, bendita ingenuidad en todo caso, pero es que una nueva vida no se merece menos

La ciencia nos confirma aspectos decisivos e importantes sobre el inicio de un nuevo ser, pero la realidad de la vida supera la perspectiva misma de la ciencia, que revela sólo una parte de la verdad que esta vida encierra. Ciencia y técnica deben permanecer siempre al servicio del ser humano, de la dignidad y de la plenitud a la que está llamado:

Sería por ello ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones. Por otra parte, los criterios orientadores no se pueden tomar ni de la simple eficacia técnica, ni de la utilidad que pueden reportar a unos a costa de otros, ni, peor todavía, de las ideologías dominantes. A causa de su mismo significado intrínseco, la ciencia y la técnica exigen el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad: deben estar al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables y de su bien verdadero e integral según el plan y la voluntad de Dios”(Instrucción Donum Vitae de la Congregación para la Doctrina de le Fe, sobre sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación; nº 2).

La contemplación del origen y desarrollo de la vida humana en el seno materno ayuda a descubrir este milagro que nos lleva indefectiblemente  a una  actitud de respeto, valoración y protección de la misma en estos momentos tan frágiles.

Por tanto, el fruto de la generación humana desde el primer momento de su existencia, es decir, desde la constitución del cigoto, exige el respeto incondicionado que es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción…” (Donum Vitae, nº 1).

¡Pero no todos lo ven así!  Quizás ayude el reconocer cómo, en este íntimo momento de la concepción, sólo Dios sabe que existe. Él había pensado esta nueva vida y la había amado desde siempre y para siempre, Él ha decidido que viva, y la  ha hecho digna de existir, confiriéndole un valor  que nada ni nadie le podrá arrebatar.

Por ello, cada hijo –desde este precioso momento- es un don, único e irrepetible, fruto de la cooperación y de la capacidad generativa de los padres unido al poder creador de Dios. Cada nueva vida es una persona llamada a amar y servir aquí en la tierra, a la par que con un alma destinada a la eternidad.

Entonces, poco tiene que ver la procreación con la reproducción, ¿verdad? Creo que estamos en mejores condiciones de contestar, aunque este tema sea objeto ya de otra posible firma…