… qué dirían nuestros abuelos si pudieran estar presentes en alguna de las sesiones de educación afectivo sexual para adolescentes a que tenemos el  gusto de impartir. Qué honor, querido lector, es una tarea formativa espectacular, impresionante, de calado… y me quedo corta.

Con ese desparpajo –y porque negarlo, ese ímpetu tan irreflexivo- van saliendo por su boca todo tipo de términos para definir ese acto tan profundo entre un hombre y una mujer, ese “algo” tan milagroso, que ni siquiera pueden captarlo todavía en toda su grandeza. Sí, me estoy refiriendo al acto conyugal.

Claro está que, oyendo los términos con los que lo definen, a uno le “tiemblan hasta las canillas” –o se parte de la risa, todo hay que decirlo-. Pero dejémosles, adelante con sus propias palabras, ya que nos ayudan mucho a que entiendan después la importancia del lenguaje y de llamar a las cosas por su nombre –correctamente, dignificando– . Porque una vez que hemos compartido con ellos cómo el acto conyugal es uno de los mayores gestos que un hombre y una mujer pueden realizar con sus cuerpos para transmitir el amor, y además, el único gesto capaz de transmitir la vida (¡), ya no están tan seguros acerca de sus definiciones. Ya empezamos a coincidir… oye, que ante algo tan asombroso, uno se quita el sombrero, da un pase de torero con la mayor de las gracias, se descubre… y deja atrás esas expresiones que quitan el color, la dulzura –y el sentido- al acto conyugal.

Ahora que ya están más serios –porque empiezan a intuir y se remueven en sus pupitres- aprovechamos que han bajado la guardia y les hacemos la pregunta de exámen.  ¡Las finalidades del acto conyugal! Para qué servirá, mire usted. De nuevo el alboroto, las risas y los codazos. Se lanza alguno… ¡para reproducirnos! Muy bien, ya tenemos una primera finalidad. Después de explicarles que se reproducen los audios, pero en el caso de las personas hablamos de pro-creación, nos falta todavía una respuesta. Tras miradas, debates entre ellos, vacilaciones… ¡ya lo tenemos! La segunda respuesta es el placer, el disfrute –comentan muy convencidos-.

Silencio en la clase. Miradas expectantes.

(Permítame, atento lector, que en este silencio le haga una reflexión personal que quede entre usted y yo. ¿Se da cuenta que no mencionan el amor?! Para ellos el tema se reduce a la satisfacción personal, ajena a cualquier concepto de donación, compromiso o eternidad. Lejos de escandalizarnos, que esto nos impulse a usted y a mí a colaborar en la medida de nuestras humildes posibilidades para que el acto conyugal vuelva ser reflejo de un amor fiel, fecundo, exclusivo y total).

Volvamos a la clase, el silencio les inquieta. ¿Acaso habrá algo más que el disfrute y –en el caso de los mayores- tener hijos? Con mucha paciencia –y cariño- toca en este momento que intuyan también la unión entre la sexualidad y el  amor, así como el valor de nuestro cuerpo y la verdad – o tremendos fraudes-  de nuestros gestos sexuales.

Que tenemos cuerpo, en eso coincidimos a la primera. Pero si hablamos de que somos cuerpo ya se nos vuelven a alborotar. Con escenificaciones variadas –y divertidas- acaban descubriendo la perla preciosa… que un intenso adolescente perciba que es una unidad de cuerpo y espíritu no es algo baladí, ya que no le resultará tan fácil desde ese momento “usar” y “dejarse usar”.

Como tampoco es baladí  sosegarles al explicarles que el ritmo del cuerpo es rápido, pero que debe acoplarse en un perfecto paso de baile al ritmo del interior, ese interior –recta conciencia me gusta llamarlo a mí, Pepito Grillo a ellos- que les susurra ¿me hace mejor persona? ¿qué pasará después? ¿esto es realmente lo que anhelo?

Y ahora, atento lector, corremos un tupido velo, porque llega el momento de sus dudas… empiezan a levantar las manos… Le aseguro que usted se sonrojaría más de una vez al escucharlas, pero también le aseguro que una servidora no cambiaría por nada del mundo la posibilidad que Dios me brinda de poder darle la vuelta a esas escandalosas y  necesarias  dudas adolescentes. Sólo un par de ojos que se maravillan y cuestionan, sólo un ligero fruncir el ceño que denota que estás cuestionándole algo –unido al merecido pincho de tortilla que viene después para reponer fuerzas- convierten esta tarea en algo casi tan delicioso como ellos.  Que conste que lo dicho  no es óbice para que nuestros abuelos les lavaran la lengua con mucho jabón… pero mucho…