“Te quiero, mi vida”, “lo eres todo para mí”, “me estoy acordando de ti”… qué fácil puede resultar a veces expresar nuestros sentimientos a través de mensajes ¿no le parece? Pero a la que suscribe le ronda por la cabeza que el amor –el buen amor- necesita de algo más.

Porque ¿qué es un diálogo sin una mirada y unos ojos que reflejan tanto? Una buena discusión –en el mejor y  más constructivo de los sentidos-, una buena tertulia, reclaman la mirada, la actitud del cuerpo que escucha, en atenta tensión,  acogida y disposición.

Me cuesta imaginar el  consolar a un ser querido sin un cuerpo inclinándose como si quisiera acariciar al otro, sin  besos, sin proximidad física…

¡Y qué me dice de esa reconciliación tan esperada! Cuando por fin recibimos el don de ser perdonados – o el de perdonar- nada expresa mejor este exultante instante que un abrazo largo, prieto, intenso, que corte la respiración, y que perdurará para siempre en nuestros mejores recuerdos.

Entregarse,  comprender, perdonar, comprometerse, apoyar,  sorprender, compartir, respetar, proteger, dar… ¡amar! Precisan de ese calor humano, de ese cuerpo diseñado para relacionarse y amar a los demás, de su sostén y del mío.

Y es que ante la vulnerabilidad del otro, puedo escoger situarme de frente, cara a cara, sintiendo un mismo palpitar. Puedo escoger estar presente de cuerpo entero, sin intermediarios ni mediadores o intérpretes: simplemente el otro y yo.  Un ser necesitado, y otro que necesita dar para ser –qué paradoja ¡dar para ser!- en el descubrimiento gozoso de que nada hay más estéril que una vida preocupada por sí misma únicamente.

Y esta responsabilidad personal que brota – libremente- dentro de mí ante la necesidad del otro que tengo delante surgirá a raíz de la intimidad de un encuentro, de una experiencia interpersonal, muy ajena a los encuentros virtuales en los que nos hemos visto inmersos.

Y es que, como bien hacía notar Levinas: “La epifanía del rostro es una visitación”. Y una servidora  se encuentra ante el rostro de ese “otro” que me “visita”, que me revela una dignidad y un señorío inquietante y maravilloso… y que me impulsa a una respuesta. Sí, aquí estoy, nos sostendremos mutuamente.

Intimidad, encuentro, mirada, silencio, vulnerabilidad… de ese otro, que me descubren una realidad muy viva, muy física, muy acuciante: la posibilidad de ser soportes unos de otros. Soportes en el mejor sentido de la palabra, como apoyos vivos  unos de otros.

Quiera Dios que cuando acabe esta situación de excepcionalidad salgamos más hambrientos si cabe de encuentros con el otro, cara a cara, frente a frente, cuerpo a cuerpo. Cuando ese momento llegue volveremos a vibrar ante un apretón de manos que tanto dice del otro, ya no tendremos que controlar nuestros brazos que anhelan rodear, nuestros besos que quieren transmitir y enternecer, y -como dice la canción de Rosana-  volarán las caricias “que parecen mariposas”.