
Hoy difícilmente nos imaginamos hasta qué extremos llegó en el mundo antiguo la discriminación de la mujer.
¿Y el mundo hebreo en tiempos de Jesús? El hebraísmo se nos muestra como una religión de varones. Filón —contemporáneo de Cristo— nos cuenta que toda la vida pública, con sus discusiones y negocios, en paz y en guerra, son cosa de hombres. Conviene, dice, que la mujer quede en casa y viva en retiro. Este separatismo estaba reflejado en las leyes imperantes: la mujer era indigna de participar en la mayoría de las fiestas religiosas, no podía estudiar la torá ni participar en modo alguno en el servicio del santuario. No se aceptaba en juicio alguno el testimonio de una mujer, salvo en problemas estrictamente familiares. Estaba obligada a un ritual permanente de purificación, especialmente en las fechas que tenían algo que ver con lo sexual (la regla o el parto).
En fin, la mujer se consideraba como posesión del marido. Estaba obligada a las faenas domésticas, no podía salir de casa sino a lo necesario y convenientemente velada, no podía conversar a solas con ningún hombre so pena de ser considerada como indigna y hasta adúltera.
Jesús compara el Reino de Dios a una mujer que trabaja en la casa, que pone levadura en la masa y prepara el pan para la familia (cf. Lc 13, 20-21). Por tanto, nada más lejos de la mujer que el espíritu de comodidad, la pereza y la vida fácil y regalada. En el alma de toda mujer campea la capacidad de sacrificio y de servicio.
Cuidadosa, atenta y solícita: así como una mujer barre la casa, busca por todas partes para encontrar esa moneda perdida, así es Dios Padre con nosotros, hasta encontrarnos (cf. Lc 15, 8-10). Son características propias de la delicadeza femenina.
No olvidemos que la mujer necesita mucho más el afecto que las razones y las cosas materiales. A través de la afectividad podemos entrar en el mundo intelectivo de la mujer.
La mujer, modelo de fe insistente, hasta conseguir lo que quiere (cf. Lc 18, 1-8). De esta característica son testigos los esposos, pues saben que sus esposas consiguen todo a base de insistencia.
Es propio de la mujer la generosidad; ella nunca mide su entrega; simplemente se da.
El sacrificio lo tienen incorporado en su vida; nacen con una cuota de aguante mayor que la del hombre.
¡Cuántas cosas, cuántos detalles ocultos hace la mujer en la casa, y nadie los ve! Solo Dios las recompensará.
La sensibilidad es una de las facetas femeninas. Sin las mujeres nuestro mundo sería cruel; le faltaría esa nota de finura. Ellas van derramando su mejor perfume en el hogar.
Allí estaban las mujeres en el Calvario, cuando Jesús moría (cf. Jn 19, 25). ¿Dónde estaban los valientes hombres, los apóstoles decididos, los que habían sido curados? Allí estaban las mujeres, pues cuando una mujer ama de verdad, ama hasta el sacrificio.
¿Cómo las trató Jesús?
Habla con ellas con naturalidad, espontaneidad, sin afectación; pero siempre con sumo respeto, discreción, dignidad y sobriedad, evitando el comportamiento chabacano, atrevido, peligroso. Nadie pudo echarle en cara ninguna sombra de sospecha en este aspecto delicado.
Les permite que le sigan de cerca, que le sirvan con sus bienes (cf. Lc 8, 1-3). Esto era inaudito en ese tiempo. Rompe con los esquemas socioculturales de su tiempo. ¿Por qué iba Él a despreciar el servicio amoroso y solícito de las mujeres? Ahora uno entiende mejor cómo en las iglesias siempre la mujer es la más dispuesta para todos los servicios necesarios pues desde el tiempo de Jesús ellas estaban con las manos dispuestas a servir de corazón.
Jesús busca solo el bien espiritual de sus almas, su conversión. No tiene intenciones torcidas o dobles.
Las corrige con amor y respeto, cuando es necesario, para enseñarles la lección. A su Madre la fue elevando a un plano superior, a una nueva maternidad, que está por encima de los lazos de la sangre (cf. Lc 2, 49; Jn 2, 4; Mt 12, 48). A la madre de los Zebedeo le echó en cara la ambición al pedir privilegios a sus hijos (cf. Mt 20, 22). A las mujeres que lloraban en el camino al Calvario les pidió que sus lágrimas las reservasen para quienes estaban lejos de Dios, a fin de atraerles a la conversión (cf. Lc 23, 28).
Les premia su fe, confianza y amor con milagros: a la hemorroísa y a la hija de Jairo (cf. Mt 9, 18-26). A la suegra de Simón Pedro (cf. Mc 1, 29-39). Al hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17). A la hija de la cananea (cf. Mc 7, 24-30). A la mujer encorvada (cf. Lc 13, 18-22). Jesús es sumamente agradecido con estas mujeres y sabe consolarlas en sus sufrimientos.
Jesús acepta la amistad de las hermanas de Lázaro, Marta y María, que lo acogen en su casa con solicitud y escuchan con atención sus palabras (cf. Lc 10, 38-42). La amistad es un valor humano, y Jesús era verdadero hombre. ¿Cómo iba él a despreciar un valor humano?
Las perdona, cuando están arrepentidas (cf. Jn 8, 1-11; Lc 7, 36-50; Jn 4, 7-42). A María Magdalena la libró del poder del demonio (cf. Mc 16, 9; Lc 8, 2).
Llama a la mujer a ser apóstol de su resurrección (Jn 20, 17). Las mujeres se convierten en las primeras enviadas a llevar la buena nueva de la victoria de Cristo.
La mujer es ante todo una persona humana, creada por Dios, espiritual y destinada a la vida inmortal. Va en contra de su dignidad y destino convertirla en objeto de placer, esclava del capricho, de su vanidad, de la moda o figura meramente decorativa de la casa. ¡Mujeres, no se dejen manipular! ¡Mujeres, sepan respetarse! ¡Mujeres, son personas humanas con una dignidad grandísima! Reconozcan su dignidad.
La mujer es persona en cuanto mujer y solo se realiza como persona en la medida en que se realiza como mujer. La cultura moderna demuestra que la disociación de ambos elementos genera en la persona una represión que termina por desequilibrarla y que es fuente de desestabilización familiar. ¡Mujeres, sean mujeres, conserven sus aspectos femeninos! El mundo y la sociedad las necesitan como perfectas mujeres. Lo que ustedes no hagan no lo hará nadie. El hombre tiene otro rol.
Dios ha capacitado a la mujer a través de su naturaleza femenina para su pleno desarrollo y realización como ser humano. El cuerpo y el alma femeninos están hechos naturalmente para la misión sagrada y específica de transmitir la vida. Nulificar o negar esta dimensión produce una especie de muerte psicológica de su esencia femenina. ¡Mujeres, no se avergüencen de tener hijos…, esta es su principal misión!
En la historia de la Salvación la mujer ocupa un lugar irremplazable. En el tiempo que le toca vivir, ella es un anillo nuevo e irrepetible en esa larga cadena de mujeres que la han precedido como cooperadoras de la evangelización, desde aquel pequeño grupo que acompañaba y servía a Jesús. La primera de todas fue su Madre Santísima. Por tanto, el «Vayan y anuncien» de Jesús, también va dirigido a las mujeres, a todo cristiano, hombre o mujer.
Jesús da a entender que solo el amor de la madre, la pureza del alma virgen y la capacidad de sufrimiento del corazón femenino fueron capaces de compartir la inmensidad del sufrimiento del Hijo de Dios. Serán las mujeres quienes aprovecharán los pocos minutos de luz que quedan para embalsamar su cuerpo y perfumarlo, según la costumbre judía. Luego velarán con amor intrépido, ante la mirada insidiosa de los guardias, el cuerpo de su Maestro amado (cf. Mt 27, 61), Después de haber guardado el reposo sabático, irán muy de mañana el primer día de la semana a la tumba de Jesús con la ilusión de poder concluir ese piadoso acto de amor. Como recompensa, Jesús resucitado se les aparecerá a ellas antes que a ningún otro discípulo (cf. Mt 28, 9) y a ellas, antes que a los mismos apóstoles. Jesús les confiará la tarea de anunciar a los demás la buena noticia de su resurrección (cf. Mt 28, 10; Jn 21, 17), a pesar de la mentalidad judía, que no concedía ningún valor al testimonio de una mujer.
Por su apertura al amor y su fina sensibilidad la mujer está especialmente capacitada para comprender el mensaje de Jesús. Por ello, el Maestro no duda en revelarles verdades profundísimas sobre el misterio del Padre y su propio misterio: a la mujer samaritana le declara sin ambages que Dios es Espíritu y que no debemos adorarlo en Jerusalén o en un monte sino «en espíritu y en verdad». Él mismo se presenta a ella como el Mesías prometido (cfr. Jn 4, 24.26). A Marta, la hermana de Lázaro, le dice que Él es la resurrección y la vida (Jn 11, 26). A María Magdalena le da a entender que su Padre Celestial es también Padre de todos los hombres (cf. Jn 20, 17). Las mujeres comprenden el lenguaje del amor, que es el núcleo del mensaje de Cristo.