Dieciséis de diciembre, atento lector. Pintureras imágenes por doquier de la Virgen y San José de camino al portal, la dulce espera en circunstancias no tan dulces. Si uno contempla con algo más de esmero esta imagen, y se atreve a “entrar” en la cotidianeidad de este matrimonio tan especial –¡Sagrada Familia!-, seguro que sobrevienen a su mente estos conceptos –tan denostados- que hoy queremos subir a la palestra: la virginidad y la pureza.
Sabemos que la virginidad de María es un dogma mariano, y dóciles y entregados a nuestra Madre Iglesia, lo saboreamos y veneramos como se merece. Intuimos que no podía ser de otra manera el nacimiento del Hijo de Dios, que tenía que nacer de la Virgen por excelencia, que Dios ha escogido para su Hijo una mujer –Virgen y Madre- porque “el Verbo se hizo carne” y quiso morar en ella.

Y ahí lo tenemos, Cristo se encarna, se hace como nosotros. De esta manera, nuestro cuerpo, nuestra sexualidad y nuestra carne adquieren su verdadero valor. Y la castidad se ilumina en todo su esplendor como aquella virtud que nos permite tratar a nuestro cuerpo con la dignidad acorde con Aquel del que es imagen, desplegándose todo un camino de sentido, plenitud y santidad.
Virginidad de la que mucho tienen que decir todos aquellos consagrados al Reino de Dios, conocedores de este precioso tesoro que Cristo depositó en manos de Su Iglesia…
Y virgnidad y pureza también para nuestros tiempos, para nosotros, ciudadanos de a pie. No le quepa la menor duda. ¿Conceptos que provocan miradas y sonrisas? Quizás en cuerpos gastados, mentes desilusionadas y almas que se sienten solas…
Que ganas de gritar: Que la virginidad es algo más profundo que lo que podemos creer en un primer momento, que es una actitud que abarca a toda la persona. Sí. La decisión de guardar lo más íntimo del cuerpo –la genitalidad- para donárselo como un valor precioso a la persona que un día entregarás todo tu ser. Tú, para siempre, en todo. Compromiso y eternidad. Ahora sí.

La virginidad y el valor de la espera hoy en día son una oda al valor del cuerpo, reconociendole su indisoluble unidad con el alma. Un reconocimiento de que nuestros gestos sexuales necesitan tiempo y un contexto muy concreto, el contexto de la verdad conyugal, coreando así un grito gozoso sobre la ternura, la voluntad, y el deseo integrados en nuestras vidas.
Una verdadera corona triunfal que, en caso de perderser puede recuperarse (¡). ¿Cómo? Se preguntará usted. Con el don del perdón en primer lugar, y seguidamente, con la decisión nueva de volver a recuperar el tiempo perdido y volver a ser sincero con los gestos del cuerpo, porque se ha entendido la verdad del abrazo conyugal. Un tiempo de “resetear” el concepto de espontaneidad, y recordar que, cuando el sexo espera, el amor llega.
No olvidemos cuánto valemos –usted y yo-, cuánto valen nuestro cuerpos y nuestros gestos. No en vano hemos sido comprados pretio magno- a gran precio-.
