El gobierno de Pedro Sánchez entiende que los poderes públicos deben velar por el derecho de los niños a una educación que les permita formarse como ciudadanos en unos valores exigibles a todos.

Esta discusión reedita un debate que ya se planteó con motivo de la asignatura de Educación para la Ciudadanía.

El artículo 27.2 de la Constitución establece que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». Algunos autores han calificado este párrafo como un auténtico ideario educativo constitucional, pues concibe la educación como algo más que la mera transmisión de conocimientos y apunta a la formación en principios y valores. Ahora bien, ¿de qué principios y valores estamos hablando?

El Consejo de Estado, en los dictámenes que emitió con respecto a los Reales Decretos que incluían la famosa Educación para la Ciudadanía en Educación Primaria y Secundaria Obligatoria, afirmó que no es lícita «la difusión de valores que no estén consagrados en la propia Constitución o sean presupuesto o corolario indispensable del orden constitucional».

¿Cuál es el alcance de ese corolario indispensable? ¿Se limita a los valores constitucionales o incluye también lo recogido en cualquier norma jurídica? No parece razonable admitir que el Estado pueda imponer como obligatoria una determinada concepción moral sostenida por el partido en el poder, cuando eventualmente otros partidos que asuman el gobierno, con la misma legitimidad constitucional, pueden sostener e imponer otra concepción moral. Esto supondría, entre otras cosas, someter a los menores a una educación arbitraria y esquizofrénica.

Dado que hay normas jurídicas que establecen principios y derechos no recogidos en la Constitución sobre los que no hay consenso en la sociedad, parece más prudente afirmar que el ideario educativo constitucional se limita a los principios y valores constitucionales, necesarios para una convivencia democrática. Y que, como el propio Tribunal Supremo ha establecido en numerosas sentencias, ni la Administración educativa, ni los centros docentes, ni los concretos profesores, están autorizados «a imponer o inculcar ni siquiera de manera indirecta puntos de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española son controvertidas» (ver, por ejemplo, STS de 23 de septiembre de 2011 [RC 3783/2010], FD segundo).

El debate sobre estas cuestiones se debe plantear en otros foros de la sociedad civil donde se pueda dar una discusión franca, rigurosa y libre, pero no en el ámbito educativo, donde existe una relación desigual entre profesor y alumno, y donde se pueden contravenir las convicciones morales de los padres.