Vivimos unos tiempos singularísimos, posiblemente los más innovadores de

la historia que hemos bautizado con el nombre de posmodernidad. En ellos nos hemos ido desprendiendo de todo aquello que no estuviera en línea con el subjetivismo relativista.
Dios ha desaparecido de nuestro horizonte, ha desaparecido también la razón como fuente de la verdad y del orden, ha desaparecido la ley natural, ha desaparecido en fin todo fundamento objetivo de la conciencia moral y nos hemos quedado sin referencias al

pasado y sin esperanzas de futuro. Al no existir la verdad y el bien en sí mismos los hombres de la posmodernidad se ven en la necesidad de tener que crearlos a través de un consenso social, que va a ser el sólido fundamento de las modernas democracias, que han sido sacralizadas. Se comenzó por relativizar lo absoluto para acabar absolutizando lo relativo. Después de haber abdicado de cualquier tipo de seguridades, la democracia se ofrece a los ciudadanos como paradigma para convivir pacíficamente y orientarse en la vida a través del pacto social.
Partiendo del supuesto relativista posmoderno de que nada hay establecido previamente, es el Estado quien queda con las manos libres para poder legitimarlo todo a través de la voluntad ciudadana, con el consiguiente riesgo de caer en el totalitarismo parlamentario que todo lo dispone y todo lo gobierna, dándose así la curiosa paradoja de que huyendo del supuesto despotismo la verdad omnímoda impuesta por la razón dogmática, hemos acabado cayendo en los brazos de la posverdad, que convenientemente administrada permite hacer y deshacer sin ningún tipo de control o cortapisas.
La fuerza y el poder del Estado democrático puede ser tanta y las formas de manipulación tan diversas, que es difícil no caer en excesos y arbitrariedades. Políticos, periodistas y fuerzas ocultas están contribuyendo a que la libertad real de las personas

Benedicto XVI
sea más aparente que real. A propósito de esto sería oportuno recordar las palabras de Benedicto XVI, que dejó escritas en un artículo titulado «Verdad y Libertad», cuando todavía era el cardenal Ratzinger. Aquí están: «La sensación de que la democracia no es la forma correcta de libertad es bastante común y se propaga cada vez más… ¿en qué medida son libres las elecciones? ¿En qué medida son manipulados los resultados por la propaganda, es decir, por el capital, por un pequeño número de individuos que domina la opinión pública? ¿No existe una nueva oligarquía, que determina lo que es moderno y progresista, lo que un hombre ilustrado debe pensar? ¿Quién podría dudar del poder de ciertos intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada vez con mayor frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayorías y minorías un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos de intereses de todo tipo manifiestamente más fuertes que el parlamento, órgano esencial de la representación política?».
En este enmarañado juego de poderes surge el problema de la ingobernabilidad en forma aún más amenazadora: el predominio de la voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la libertad de la totalidad.
La posmodernidad ha generado un tipo de cultura donde se han invertido los términos. La realidad ya no es lo que existe objetivamente sino lo que a cada cual le parece ver; de lo que se trata ya no es de descubrir hechos verdaderos acerca del mundo real sino de crearlos. El hombre se ha convertido en la medida de todas las cosas, siendo los estados quienes a través de los pactos y los acuerdos dan con la clave para dirimir los posibles conflictos sociales. La sociedad occidental ha decidido que sea el Estado quien nos diga qué es lo legítimo y lo ilegitimo, que sea él quien decida qué es lo correcto y lo que más

Konrad Adenauer
conviene. En definitiva, lo que hoy importa no es la verdad de las cosas sino la verdad de las mayorías, tal como dijera en su día Konrad Adenauer: «Lo importante en política no es tener razón, sino que se la den a uno».
Si reparamos un momento de lo que pasa a nuestro alrededor nos daremos cuenta cómo el sentir de las mayorías se impone despóticamente sobre las minorías. Cómo «lo democrático» ha pasado a ser la categoría suprema exclusiva y excluyente. Si no te cobijas bajo el paraguas de las mayorías de nada te va a servir que te asista la razón. Ser demócrata ha llegado a ser el título indispensable para poder vivir en esta sociedad y si no gozas de esta consideración estás perdido, nadie te va a tener en consideración, vas a quedar estigmatizado. Es como si con la llegada de la democracia la Humanidad hubiera alcanzado su realización suprema y hubiéramos llegado al fin de la historia.
No se discute su carácter definitivo e intemporal, ni se piensa en la posibilidad de que exista otra alternativa de gobierno, lo cual no deja de ser exagerado pues nada en política es para siempre y por otra parte lo que es un mero instrumento no debiera ser tratado

Platón
como un fin en sí mismo. No hace falta recurrir a los severos juicios de Platón contra la democracia para darse cuenta que de lo que estamos hablando no es de un modelo intemporal, al que necesariamente tiene que ajustarse el arte de la política, todo lo más, como dice Aristóteles o Sto. Tomás, la democracia es una forma de gobierno más. Así se reconoce también en la Pacem in terris con estas palabras: «No puede establecerse una norma universal sobre cuál sea la forma mejor de gobierno, ni sobre los sistemas más adecuados para el ejercicio de las funciones públicas».
Formas legítimas de gobierno hay muchas sin que «a priori» pueda decirse cuál es la mejor, todo dependerá de las formas y circunstancias. Otra cosa es que dado el relativismo cultural de la época presente el democratismo se haya convertido en una opción política con ventaja sobre las demás por puro oportunismo coyuntural. Solo si nos atenemos al criterio groseramente pragmático, que es el que hoy impera, tal vez encontraríamos algún motivo para decir que la democracia es actualmente el modelo político que más conviene. Lo que sucede es que no solo de oportunismos vive el hombre.
Bien mirado el relativismo ha llegado a ser actualmente un elemento consustancial, no solo en el mundo de la cultura sino también en el mundo de la política, incluso no son pocos los que piensan que el relativismo es «conditio sine qua non» de la democracia. La

cosa es tan grave que puede llegar el momento en que las premoniciones de Spengler en su Decadencia de Occidente se cumplan, si es que ese momento no ha llegado ya.