Buenas noches, atento lector; estoy escribiendo estas líneas para compartir con usted cuando ya ha  anochecido… mañana, al son de las campanas, anochecerá también el año 2019… y ya ve el título de esta firma “mira que anochece…”.

Antes de seguir con estas líneas, ¡queden fuera las nostalgias y melancolías fútiles!

Cuando uno sobrepasa la barrera de los cincuenta ¡es tan consciente de cómo anochece…! por delante, uno observa –no sin cierto vértigo- el bullicio, los proyectos, la intrepidez y la vida que late en la juventud que viene pisando fuerte. Bendita vida que empieza, planea y se arriesga (¡).

Pero por detrás de esta barrera, uno ve también el otro lado… le hablo ahora más concretamente de ese anochecer –sereno y profundo, doloroso, imparable- de nuestros padres, aquellos de los que en nuestra niñez ingenuamente afirmábamos que eran “inmortales”. Todos podrían ir anocheciendo, pero papá y mamá ¡nunca! Qué osadía siquiera pensarlo, y mucho menos, mencionarlo.

Pero uno salta la barrera y descubre –tiernamente, lentamente, de nuevo más dolorosamente, radicalmente- el declinar de sus progenitores, y confirma algo que ya iba latiendo en su interior hace un tiempo: están anocheciendo, hay que prepararse.

Quizás podríamos tratar de no pensar en esta idea, de luchar contra ella… para que pudiera desvanecerse la pena que ahoga… pero no podemos suprimir la realidad. Pareciera que en estos tiempos todos corremos en dirección contraria a las aflicciones y  con ahínco buscamos ahorrarnos el dolor de la verdad. No nos engañemos creando una vida vacía en la que quizás ya no exista el dolor, el declive, la muerte. Esta vida artificial que a veces nos creamos quizás no contemple el dolor, pero estará en ese caso vacía, cerrada, en la que uno se ahoga con esa sensación de falta de sentido y soledad.

Me digo a mi misma: no corras, no huyas, mira de frente. Ellos están anocheciendo. Y sonríe porque…

“Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos… si por un instante pudieras contemplar como yo la belleza ante la cual las bellezas palidecen…”[1]

Aun cuando ellos –y sus facultades- anochecen, aunque añoro esos sabios y profundos consejos, sonrío porque sé que volveremos a encontrarnos los tres, pero esta vez con “sus ternuras purificadas…”, en “transfiguración, en éxtasis feliz…[2]”. Cuando acabo de contemplar este poema de San Agustín, no puedo por menos de exclamar: ¡Papá, mamá! Precisamente porque os amo enjugo mis lágrimas ante vuestro bendito atardecer y sonrío.  ¡Sí que sois inmortales! Ahora dicho desde la contundencia de la madurez y no desde la ingenuidad infantil…

Siempre estaréis vivos ¡verdaderamente vivos! Porque… bienaventurado aquel que cambia el duro esfuerzo por el dulce descanso, el sufrimiento por el gozo eterno. Bendita y eterna dulcedumbre. Eternidad.

Mientras tanto, disfruto del regalo de su vida, una vida larga. Regalo no sólo para ellos sino también para todos los que venimos detrás, que podemos –y debemos- contemplar este itinerario como un camino hacia Él.

Pido para usted, atento lector, y para mí misma, esa libertad espiritual que nadie nos puede arrebatar, que permite mirar de frente a la muerte y hacer fecundo el dolor,  que hace que la vida tenga un sentido y un propósito, aunque a raticos duela tanto…esta libertad es fuente de paz, de progreso interior, y ¡de acción!

Permítame un brindis con usted por las mejores acciones –quiero decir los mejores deseos, qué despiste- para otro año nuevo que en pocas horas amanecerá, para dentro de unos meses volver a anochecer…

[1] San Agustín

[2] Ibídem