He de confesarles que guardo una relación especialmente cálida y entrañable con sus Majestades los Reyes Magos. Hace ahora veinte años, tuvieron a bien regalarme el gozoso alumbramiento del tercero de mis hijos. Pueden imaginarse la increíble sensación –entre contracción y contracción- que una siente cuando atraviesa una Zaragoza desierta a las tres de la madrugada, conocedora de que su viaje de vuelta al hogar será con el regalo más magnífico que uno pueda imaginar entre sus brazos: ¡otro hijo!

Por esta familiaridad compartida, me resulta más fácil poder pedir en la carta a sus Majestades los dones más inverosímiles, en esta ocasión y sin ninguna duda, el silencio.  La capacidad de hacer silencio, no soy cicatera en el pedir…

No sé si ustedes perciben como servidora una cierta inquietud en el ambiente, crispación,  desconcierto…. y sobre todo ¡tanta queja! Por  ósmosis, esta protesta va haciéndose sentir en nuestros trabajos, círculos de amistades,  familias, y en nuestras propias personas.

Parecemos marionetas cargadas con pesadas mochilas, mochilas a rebosar de protestas y reivindicaciones, y sobre todo, mucho que hablar mire usted que… Marido y mujer  se interrumpen constantemente como si faltara tiempo para echarse en cara todo aquello que no funciona tan bien como desearíamos…  los padres enervamos a nuestros hijos con protestas cada vez más enérgicas, y hasta se  llega a apuntar las quejas en un papel, no vayamos a olvidarnos alguna.

Ante semejante barullo, uno clama ¡SILENCIO, por favor! ¿Debemos hablar menos y callar más? Sí, rotundamente sí. Servidora la primera.

El silencio tiene un maravilloso efecto terapéutico, algo así como un bálsamo curativo. ¿Cómo puedo confirmar que quiero mantener mis ojos fijos en mi cónyuge o hijos si no hago silencio interior para saberlo? ¿Cómo podré ponerme en el lugar del otro, si sólo estoy  a la espera de rebatir sus comentarios? ¿Cómo aflorarán mis verdaderos sentimientos si la agitación exterior e interior me impide hasta plantearme qué siento y necesito, y lo que es más importante, qué me hace mejor?

De ahí que en cada vez más numerosas ocasiones, la primera medida a tomar sea el dejar la protesta y abrazar el silencio. Sin embargo, alguno argüirá seguro pero ¿y si tengo razón? ¡No es justo que tenga que callar!

Que no, que el silencio firme y buscado no es silencio cobarde, ni perezoso, ni vacilante… Se me ocurren numerosas razones, basadas en las experiencias vividas; enumeraré sólo algunas, aún a sabiendas de que me quedaré muy corta.

El silencio ayuda a atemperar los problemas, los acrisola.

Nos acerca a la paz interior que todos anhelamos.

Nos invita a elevar la mirada hacia nuestro cónyuge y nuestros hijos; si callo, miro más y descubro más… después, me maravillaré.

Nos damos una tregua ¡la necesitamos tanto!

Nos ayuda a desdramatizar, es decir, a poder ver desde más arriba donde el horizonte nos recuerda que hay un cielo y una tierra.

Y cuando el silencio se haga añejo, nos ayudará a entender mejor las palabras de aquella oración que musitaban nuestras abuelas como si de un rosario se tratase: Tú eres solaz, Tu eres dulcedumbre, Tú eres mansedumbre… 

Y aquí no se acaba, aún continuaremos asombrándonos: Te he buscado en la ciencia. Te busqué en el amor. Te busqué en el silencio, y allí te hallé, Señor” (Juan José Barcia Goyanes)