Fue a partir de la Ilustración cuando los poderes públicos comenzaron a hacerse cargo de la educación.
Con esta toma de conciencia empezó la gran batalla por la educación propia de la historia contemporánea en la que aún seguimos inmersos. Cuando los gobernantes cayeron en la cuenta de que el poder pasa por tener bajo control la educación, se lanzaron a su conquista (a la conquista de la infancia y la juventud) proclamando las bondades de la educación que era presentada, junto con el progreso técnico, como la gran fuente de donde manaría la «felicidad» de los ciudadanos, término y concepto del que los teóricos de la Ilustración usaron y abusaron hasta la saciedad. El poder, que tiende a ocuparlo todo y al que siempre le estorba cualquier freno que pueda poner límites a su acción, vio la necesidad de hacerse con las riendas de la educación. Dicho de otro modo, la educación empezó a ser vista como arma. No hace falta explicar mucho que la razón de fondo no era la tan cacareada felicidad de los súbditos sino el dominio sobre las personas y en definitiva sobre el devenir de la sociedad.

¿Qué tiene la educación para ser una bandera tan discutida? ¿Por qué provoca reacciones tan vivas y tantas veces enfrentadas?
La educación es determinante en gran medida del destino de la persona, no solo de su destino temporal, en esta vida, sino de su destino eterno.
Lo que está en juego, pues, no es tanto la instrucción de las personas —que también— cuanto la salvación de las almas. Y la salvación del alma es siempre (siempre, siempre, siempre) motivo de lucha tenaz, porfiada y hostil. Esta es la razón profunda por la cual la educación es campo de batalla, una batalla que a fin de cuentas no es distinta de la que se da en otros campos como son el de la vida, la familia, los medios de comunicación o la acción social.