Como buena mañica, aún me encuentro con el  júbilo en mis labios –y en mi corazón- al haber celebrado hace apenas dos días la fiesta de nuestra patrona. Sí, lo intuye bien, se me está llenando la boca y si no lo digo reviento. Viva la Virgen del Pilar. ¡Qué viva nuestra Madre Santísima!

Precisamente de entrañas de madre vamos a hablar, pero no se me retire, atento lector varón, que le aseguro que a usted también le va a interesar, y mucho.

El  objetivo de esta firma es revalorizar un término que poco a poco se está tiñendo de tonalidades muy grisáceas, algo paradójico porque precisamente de vida y salud estamos hablando. Me refiero al concepto de fertilidad -o capacidad para concebir un  hijo-. Esta capacidad depende de dos –hombre y mujer, que a día de hoy no está de más indicarlo-, y a la vez es una potencia independiente a más no poder, pues ni hombre ni ciencia alguna pueden conseguir una nueva vida si está de que no ha de ser. Y al contrario, si un nuevo ser ha de venir a este mundo, no le quepa la menor duda de que lo hará –sorteando todo tipo de “dificultades” anticonceptivas y hasta antiimplantatorias-. ¡Qué empuje tiene la vida!

Servidora percibe a su alrededor desde hace ya varios años cómo la fertilidad supone una verdadera carga para los matrimonios. Esos cónyuges comprensiblemente angustiados, a los que su fertilidad les supone una carga por la posibilidad de concebir ese nuevo hijo que tal vez no podrán atender dignamente. Este temor repercute indefectiblemente en sus relaciones íntimas y muestras de afecto. No vamos bien por aquí.

Esa pareja que anhela formar una familia, soñando cada ciclo menstrual con la posibilidad de crear vida, sin lograrlo. ¡Qué peso supone también la fertilidad para ellos –en este caso la ausencia de la misma-! Tampoco vamos bien.

O aquellos jóvenes que todavía no han captado la grandeza del amor limpio, y se van diluyendo en aventuras y desventuras… vaya fastidio la fertilidad, la posibilidad de ese “algo” –alguien- inesperado. Vamos a defendernos de esta “enfermedad” y pidamos al ginecólogo soluciones sin saber ni siquiera en qué consisten, cómo afectan a mi cuerpo –y alma- y sus consecuencias. Que no, que por aquí tampoco vamos bien.

Atento lector, permítame compartir con usted algo que he ido descubriendo en estos últimos tiempos. La fertilidad, ante todo, es un regalo, una auténtica bendición. La fertilidad es síntoma de salud, de que todo va bien y fluye como ha de ser. No hay que defenderse de ella, sino sencillamente conocerla –y su capacidad de asombro traspasará límites insospechados, ni lo dude-. En el conocimiento de la fertilidad – o infertilidad- compartida de un hombre y una mujer existe tanto tesoro implícito, nuestra complementariedad y reciprocidad, el hecho de que la relación sexual conlleve la posibilidad de una nueva vida, el asombro ante el hecho de que los hijos no son un derecho sino el más precioso don, cómo el Hacedor de la vida participa con nosotros desde el primer instante infundiendo el alma (¡).

Cuando uno se decide a conocer cómo funciona la fertilidad – su engranaje perfecto-, así como ese instante único en que la vida se engendra –momento ante el cual uno se queda sobrecogido y encantado ya para siempre- acaba valorando el regalo de la fertilidad como se merece, cuidándola y agradeciéndola. Qué difícil será entonces que el nuevo anticonceptivo de moda pueda aparecer ya mínimamente interesante; algo más llevadera será ya la frustración por esa nueva vida que tarda en llegar. En definitiva, atento lector, estamos hablando de integrar la fertilidad, aquí es donde queríamos llegar. Anímese a conocer todo sobre su fertilidad y la de su cónyuge; lejos de temerla o considerarla como un fastidio, se encontrará integrándola en su vivir de una forma tan natural como plena. Como está pensada desde siempre – como el Señor de la Vida la diseñó-.