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Opinión

Yolanda Latre

En qué quedamos ¿iguales o desiguales?

24 de febrero de 2019

En qué quedamos ¿iguales o desiguales?

Qué imagen tan deliciosa el ver a los chavalillos de Educación Primaria enredados con la igualdad del hombre y de la mujer – iguales en dignidad y derechos, lo tienen muy claro – y la vez desigualdad – biológica, psicológica y espiritual –. Se desdicen unos a otros, se corrigen, recapacitan… para finalmente maravillarse al contemplar que el hombre y la mujer son complementarios, encajan como un puzzle de dos únicas piezas. Y aunque ellos aún no pueden todavía entenderlo – aunque sí intuirlo –, esta complementariedad va más allá de lo físico y psíquico, abarcando también lo ontológico, ese ser de cada hombre y mujer. Hablamos de unidualidad relacional, desvelando el aspecto de donación y apertura constitutivo de cada persona – él y ella –. Unidad en las relaciones ontológicas que no destruye la pluralidad… a ver si ahora nos vamos a enredar nosotros…

Parafraseando a Julián Marías, ambos sexos se encuentran en referencia recíproca intrínseca; es decir, “ser varón es estar referido a la mujer…” y viceversa. Estos mismos chavalillos lo entienden muy bien escondiendo una de sus manos detrás de su espalda y descubriendo que la mano derecha tiene su razón de ser en referencia a la mano izquierda ¡ni más ni menos!

Iguales, desiguales, complementarios, recíprocos… y vamos más allá…

Lo cierto es que la dignidad de la persona se manifiesta igualmente en su encarnación en femineidad o  masculinidad. Y qué profunda responsabilidad para ambos el entender a “ese otro desigual”, que me complementa, en el que me reconozco, y al que puedo albergar tan dentro de mí. Responsabilidad en nuestras miradas mutuas, miradas ajenas a la cosificación o “codicia sexual”, a criterios utilitaristas; esas miradas vigilantes que desean evitar el más mínimo indicio de falseamiento del ser femenino o masculino.  Todo ello combinado con ese tierno empeño en cultivar los tonos más cálidos de amor conyugal y familiar y aderezado  con el necesario consenso entre ambos. Si además  a esto se le une la recta disposición, tendremos el encaje  más perfecto de este puzzle de dos piezas – encaje pensado y amado ya desde la eternidad –.

Mujer… madre. Varón… padre

Pero a veces se vislumbra en los ojos de estos chavalillos la herida de la separación de los padres. Esta fractura violenta de raíz la filiación, esa primera identidad por la que el niño se humaniza de manera correcta; esta situación atenta contra la dignidad de ese ser al que en justicia se le niega algo que le es debido. Las consecuencias de esta “falsificación” hieren a nuestros pequeños – no tan pequeños ya –, que comentan sin tapujos que no se aclaran muy bien con las diferentes normas que han de acatar en función de estar en el  hogar paterno o materno. Otros van convirtiéndose en artistas del toreo paterno y materno… acomodándose en el rincón – cómodo pero triste escondite –  del tirano de la casa.  Y ni se imaginan qué frustración muestran sus miradas.

Ya estamos no sólo desenredando la madeja de la igualdad o desigualdad, sino avanzando y confirmando además que cada hombre y cada mujer, como plenitud de la imagen de su Hacedor,  tienen también en su estructura  esponsal una llamada a la comunión – don de sí –. Llamada que grita la necesidad de la apertura de ambos hacia los demás. Los chiquillos de Educación Primaria ya tienen muy claro que el amor verdadero ha de ser algo que dé  “alas para volar como las águilas”, y que produzca que uno sea mejor amigo de sus amigos, mejor hijo, nieto, hermano… de otra manera, y con sus mismas palabras “yo a esto no me apunto…”, “pues vaya con el amor que te separa de tus seres queridos y amigos…”.

En qué quedamos entonces, querido lector ¿iguales o desiguales?

Complementarios y recíprocos, llamados a la plenitud, unidos en un «alma familiar», y vocacionados al don a los demás.

Mejor así ¿no le parece?

(Ah! Y me olvidaba… en constante asombro ante el misterio del otro…)

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