Todos tenemos la experiencia de que el sufrimiento y la enfermedad constituyen ocasiones propicias para que meditemos sobre nuestra propia vida. ¡Cuántas familias destruidas se han reconciliado en la sala de espera de un hospital o en un velatorio! La misma Escritura lo subraya expresamente: Quien ha sufrido en su carne ha roto con el pecado (1P 4,1).

C.S. Lewis afirmaba que el dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos. Nuestro compañero estos últimos meses, el famoso COVID, ha podido ser este megáfono para muchas personas que vivían sumidas en el pecado, alejadas de Dios y por tanto apartadas también de ellas mismas. Dios se está sirviendo de esta desgracia para desparramar su gracia, para que muchos abandonen sus distracciones, sus alienaciones y entren por fin en ellos mismos.

Vivimos un momento favorable para el retorno a la casa del Padre a semejanza del célebre hijo que se fue lejos de la casa de su padre y gastó todo los bienes viviendo perdidamente. Como ocurrió con este hijo, también para nosotros es tiempo de conversión, de cambiar de dirección, de reconocer cuál es el camino, qué es la verdad y quién es la vida. Porque transitamos un momento de Gracia en el que Dios está ablandando muchos corazones y derribando del trono a muchos poderosos.

El tercer misterio luminoso del Rosario es el anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión. Este anuncio es luminoso porque todos estamos heridos por el pecado, todos experimentamos la vida en las tinieblas y todos necesitamos la luz de Dios que nos conceda la gracia de abandonar los turbulentos caminos de sombras para adentrarnos en las tranquilas moradas del Señor.

La célebre parábola nos relata cómo para el hijo no fue suficiente su conversión interior sino que se mostró decidido a presentarse ante su padre y sus criados y públicamente confesar su pecado, su error, su equivocación.

Siento que nuestro Señor quiere que recuperemos este sacramento tan olvidado a veces, que coronemos nuestro regreso con el abrazo amoroso del Padre para que podamos proclamar después ¡qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas! (Mc 9,5)

Nuestra alma necesita encontrarse cara a cara con el Resucitado, recibir su perdón y la fuerza sanadora de su sangre que nos devuelva la alegría y la paz. Por otra parte, si nos ponemos en camino al encuentro del Padre descubriremos que mucho antes Él ya estaba en camino buscándonos a nosotros, esperando que tomáramos conciencia de que necesitábamos de su misericordia. Pero es necesario que demos este paso porque -como apuntaba San Agustín- El que te creo sin ti no te salvara sin ti. Dios no ha querido imponer su salvación sino que ha considerado necesario que seamos sujetos activos de dicha salvación.

Es como si nuestro corazón tuviera dos llaves y una de ellas estuviera en manos de Dios y la otra en las nuestras. No es posible abrir el uno sin el otro. Es verdad que Dios es todopoderoso, puede hacerlo todo salvo una cosa: un corazón quebrantado y humillado (Sal. 50). Para ello necesita también nuestro arrepentimiento porque Dios no puede arrepentirse en nuestro lugar.

Por ignorancia o conveniencia, algunos cristianos abandonaron la práctica del sacramento de la reconciliación y optaron por confesarse directamente con Dios. Si tú eres uno de ellos, siento comunicarte que esta actitud no es católica sino que va en contra de lo que el mismo Cristo nos enseñó. Como nos recuerda magistralmente San Ambrosio, la Iglesia realiza un ministerio imprescindible:

En efecto, la Iglesia no puede perdonar nada sin Cristo, y Cristo no quiere perdonar nada sin la Iglesia; la Iglesia no puede perdonar nada excepto a quien está arrepentido, es decir, a aquel que Cristo ha tocado con su gracia; Cristo no quiere considerar perdonado a quien se niega a recurrir a la Iglesia.