No, va a ser que no somos cuantificables. Es más, cada uno de nosotros no somos una cuestión neutral, sino portadores de una dignidad peculiar, de un valor singular. ¿De dónde nos viene esta preeminencia? De nuestro ser persona, ahí lo dejo.
Quizás si acudimos a Santo Tomás de Aquino, mi reflexión se entienda algo mejor. Perfectissimum in tota natura ¿Cabe mayor esplendor?.
Anterior a posibles referencias teológicas y metafísicas referidas al carácter de imagen de Dios de cada hombre, no olvidemos que hay igualmente una consideración racional pura de la persona, que nos permite re-descubrir que todos poseemos un valor – el valor- en nosotros mismos.
La imagen algo más profunda de toda persona nos traslada a conceptos como libertad inteligente, relación, conciencia, intimidad, moral, belleza… Sigamos subiendo. Persona equivale a excelencia y preeminencia en el ser, a esa bondad superior que se destaca por encima de otros seres animales que no alcanzan tan alto valor.
Y es que esta dignidad está estrechamente relacionada con nuestra apreciada libertad –autonomía del ser y autonomía del obrar-.
Paradójicamente esta dignidad no equivale ni se identifica con libertad – qué le voy a contar si ya ha leído el noticiario de la mañana –, ya que no todo acto libre es digno, y la libertad no agota todas las manifestaciones de la dignidad de la persona.
El bálsamo refrescante después de este noticiario de la mañana es saborear interiormente la inviolabilidad de nuestra dignidad ontológica, que es aquella que corresponde a cada hombre y mujer como seres singulares –dignos de veneración, reverencia-. Aquella que nunca podrá borrarse del alma, aunque me encadenen de pies y manos. Aquella que no hay que confundir con la dignidad moral, por la que el ser humano puede cosificarse o instrumentalizarse o por el contrario – y a esto me apunto –, enseñorearse y llegar así a sus dimensiones superiores.
El hilo conductor de esta “firma” me acaba de llevar al derecho natural, que procede nada más y nada menos que de la naturaleza esencial de cada persona y los bienes a los que está llamada. Esta ley natural reclama a gritos acciones buenas y correctas, y se torna valiente y descarada cuando recuerda que la violencia – por poner un caso – no es mala porque esté prohibida por la ley. Me sumo a este descaro de la ley natural que me recuerda con contundencia que la clave no está en las normas establecidas, sino en la moral, los derechos naturales y la “tierra sagrada” del otro.
Qué descanso para el cuerpo y el alma saber que el derecho natural no rehusará nunca mi dignidad ontológica, al contrario, me impulsará maternalmente a ser dueña de mi misma, a ser lo que estoy llamada a ser. Quizás se está preguntando ahora conmigo a qué estaremos llamados. Pues a ese proyecto personal, original, inacabado, vertiginoso… que le llevará a usted y a mí a ser quienes debemos llegar a ser, acorde a nuestra dignidad infinita, y destinados indefectiblemente – si usted y yo queremos – a desarrollar y elevar más y más la bondad moral.
Y es que, querido lector, me reconocerá que en el bellísimo concepto de persona se encuentra el origen y la fuente – razón de ser – de los derechos humanos. Y que desde aquí podremos llegar a un justo diseño de las normas jurídicas, porque ya hemos comprendido que la “buena” dignidad de cada persona es la condición para la comprensión de sus derechos (¡).