Atento lector, el tiempo pasa deprisa y ya nos encontramos ante el  segundo itinerario del “Año Familia Amoris Laetitia[1]. Seguro recuerda cómo en nuestra última firma profundizamos y nos maravillamos ante el primer itinerario:  el acompañamiento a los novios y recién casados, qué bendición. Esta nueva familia ha de seguir caminando desde el presente y mirando hacia el futuro, y, como bien ha intuido Papa Francisco, se hace patente la necesidad de momentos de reflexión, contemplación, discernimiento -¡oración!- para “adquirir conciencia del don y de la gracia del sacramento de la boda”. Esta firma tiene la humilde pretensión de poner alguno de estos cimientos.

La relación amorosa en el matrimonio tiene una especial “densidad” que todavía no terminaba de captarse en el periodo anterior del noviazgo. No en vano la fuerza del Sacramento ha entrado en esta nueva realidad, impregnándolo todo con una Luz nueva.  Por ello, el amor matrimonial tiene una mirada nueva, renacida.  Sabe de la libertad humana y del pecado, pero también sabe del Plan de Dios para ese matrimonio –la ayuda recíproca, la exclusividad, la permanencia,  la fecundidad y la santidad-.

Este amor conyugal hace realidad nuestra vocación al amor, al hecho de que cada persona se salva en el don de sí. Aprende a mirar al otro reconociendo en él a alguien de la misma estirpe de Dios (¡). Este buen amor profundiza y descubre poco a poco el misterio de ser diferentes, iguales en dignidad, complementarios y recíprocos (“qué bueno que tú existas”; Pieper). Esa complementariedad física y psíquica, esa armonía conyugal, propias de la naturaleza humana, cobran una mayor fuerza a impulsos de la Revelación y del Sacramento que lo envuelve e ilumina todo cálida y tiernamente.

La vida matrimonial,  a través del tiempo, de la contemplación y oración conjunta, va haciendo realidad ese acto de la voluntad por excelencia que es el amor, ajeno a vaivenes, pasiones,  y  vagos sentimentalismos. Se va cubriendo de interioridad, aprendiendo a mirar al otro, no para su uso y disfrute, sino para su servicio y mejora. Aquellos afectos sensibles más propios del periodo del noviazgo van siendo sustituidos por el entendimiento racional y la voluntad libre -“quiero quererte”-.  Se va degustando lentamente el descubrimiento de que la fuente de todo amor es el Amor mismo.

Con la mirada fija en Jesucristo, el matrimonio descubre de nuevo la belleza revelada de la familia y se apoya en el Amor de Dios, esa fuente de la que derivan todas las formas de amor humano, salvando a los cónyuges del riesgo de considerar el amor desde la perspectiva utilitarista y emotiva. Los esposos van descubriendo que por sí solos no pueden, que sólo Dios vence la corrupción, el tiempo y la muerte.

Y aún hay más, prepárese por favor. El amor matrimonial se derrama como una fuente de mejora personal y conyugal. El amor del otro, fiel con el paso del tiempo y a pesar de la pérdida de nuestras cualidades, va haciendo que nos sintamos valiosos. También el amor del Otro, fiel a pesar de nuestra miseria, va haciendo que  nos sintamos insustituibles. Todo este amor-don inmerecido es el motor para hacernos dignos del otro –y del Otro-, y perfeccionarnos día a día. Cada cónyuge se va sintiendo amado como un regalo, por sí mismo, y va entrando en el misterio del amor fiel. Por lo tanto, el Sacramento del matrimonio introduce a los esposos en la tarea de la entrega total, esa decisión consciente y  libre que lleva en su seno el deseo de madurez, virtudes y santidad. El uno quiere dar al otro –y al Otro- “su mejor versión”, a la par que se busca para el otro el bien y la verdad, el Bien y la Verdad. Este amor es como una réplica de la creación de Dios, una continuación o perfeccionamiento de la obra creada –Su obra en nuestro matrimonio-.

El amor en el matrimonio forja un proceso de transformación en el tiempo de dos historias personales individuales, llegando a ser una realidad amorosa distinta y única: ambos somos uno en el Señor. No hay ya diferenciación posible. Este nivel de madurez, que no se poseía todavía en el noviazgo, ya es capaz de estar por encima del tiempo, y de forjar por lo tanto un principio de vida espiritual y de eternidad. Ambos redescubren en su propia vida cómo el buen amor conyugal no puede ser temporal ¡si ya es una verdadera comunión de bienes y virtudes! Además, es ya reflejo de ese otro Amor, Dios Trinidad. Por ello, lleva en su esencia este principio espiritual y de eternidad.

Pero que razón tiene nuestro Santo Padre cuando llama nuestra atención para que los matrimonios podamos pararnos y saborear este paraíso en la tierra, si parece que ya nos vemos entrando en el cielo cogidos de la mano…


[1] Fortalecer la pastoral del acompañamiento de los cónyuges con encuentros profundos y momentos de espiritualidad y oración dedicados a ellos para adquirir conciencia del don y de la gracia del sacramento de la boda https://www.conferenciaepiscopal.es/papa-convoca-dedicado-a-la-familia/