El dolor es algo inseparable de nuestra condición de ser animado;  a diferencia del resto de los animales, nosotros tenemos conciencia de este fenómeno – vaya si la tenemos – e intentamos sobrellevarlo en la vida, lo que nos hace establecer una relación particular con él que hace que no pueda ser comprendido per se y que necesite incardinarse en unos parámetros de mayor profundidad y sentido. So pena de dolernos aún más por el absurdo del dolor que duele… disculpen el juego de palabras.

Cuando cada uno de nosotros se encuentra frente al dolor no está libre de “cargas”: itinerario biográfico, circunstancias ambientales y familiares, temperamento consolidado por la personalidad, cosmovisión, creencias religiosas… conforman a su vez nuestra concepción del dolor y, sobre todo, de sus relaciones con él. Además, una cosa es el dolor como manifestación de una disfunción o lesión del cuerpo humano, y otra el sufrimiento. El primero es aceptado como tal sin objeción hasta que esta finalidad de “aviso” se pierde. Pero ay de ese dolor que deja de tener función conocida y se transforma en algo más, devorando todos nuestros proyectos de futuro y transformándose en un presente continuo y doloroso que nos anula…

Podemos ilustrar esta diferencia con el dolor que siente un enfermo de cáncer. En una primera fase es un indicador de la enfermedad, pero una vez está identificada y el tratamiento en curso se queda sin finalidad, se transforma en un dolor diferente que adquiere otro cariz – qué pasará con mi familia, mi trabajo… –. Este dolor que ya no tiene ninguna finalidad biológica, que tiene una mayor amplitud y profundidad, puede deconstruir a la persona a la par que la cuestiona hacia el  sentido o sinsentido. Nos acabamos de encontrar cara a cara con el sufrimiento.

¿Y qué hacemos ahora – me preguntará usted – si el sufrimiento puede anular todas nuestra capacidades?

Un poco – aunque no suficiente a mi humilde entender – podremos hacer si consideramos el dolor/sufrimiento desde la ética hedonista imperante, donde nos aparece como algo a evitar de forma absoluta y contundente, algo relegado al ostracismo. Se abrirá una amplia batalla dirigida a disminuir, de forma paulatina, el sufrimiento físico (fármacos, antidepresivos…), y recuperar la deseada homeostasis.

Pero más temprano que tarde, nos toparemos con dos límites; uno, el dolor que no puede ser aliviado (dolor crónico, dolor oncológico total, dolores neuropáticos…) y otro,  el sufrimiento, que sabemos que abarca más que factores meramente fisiológicos o bioquímicos. Quizás en este momento uno se acuerda más de la familia y la Iglesia en sus labores de asistencia, mientras quizás asiste a un alejamiento de la medicina que se aparta de este aparente fracaso… quizás en este momento el sufriente es sumido en una corriente que le arrastra al sin sentido, la rabia y el odio… quizás se esté dejando al hombre que sufre más vulnerable todavía, sin recursos, ante el despojamiento de sentido de su sufrimiento….

Panorama desolador, así planteado y apenas resuelto. Por ello, hemos de dar una respuesta activa hacia este acontecimiento, respuesta que dé  “tonalidad al estado afectivo” de nuestra alma afligida. Aflicción que puede aminorarse si sabe alzarse y sondear en contextos de sentido más amplios, que pueden incentivar aquellas disposiciones morales del doliente que le invitan a salir de sí mismo y a responder con amor al sufrimiento, en un camino de maduración e integración del mismo en la existencia de una vida buena (¡).

Acabamos de entrar de forma natural en los atrios de la experiencia religiosa, capaz de otorgar un significado al dolor, fruto de la libre aceptación de la persona y de su marco de sentido vital. No podría expresarlo mejor la Salvifici Doloris  “Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás. Ni los fuegos artificiales más espectaculares pueden dar mayor esplendor y luz a este tema…