Padres, abuelos, tíos, profesores, monitores… quien más y quien menos convive diariamente con uno de estos “fenómenos”  que nos dejan perplejos, con los que uno no sabe muy bien si reír, llorar, enfadarse o, simplemente, respirar hondo…

Dónde queda aquel niño –se pregunta uno– al que le interesaba todo, con aquel insaciable afán de aprender y mejorar, sustituido ahora por un adolescente al que le motivan pocas cosas y con nula  actitud de superación personal.  Pero, pero… ¡si ya no confía en nosotros ni acepta nuestra ayuda! Ahora es arisco y rechaza las ayudas que se le ofrecen para confiar ciegamente en sus amigos.  Qué desconcierto y nerviosismo…

Y es que me reconocerá, amable lector,  que ante un adolescente en plena efervescencia no bastan el sentido común, la experiencia y la gracia de estado, aun siendo tan importantes.  Convivir con un chaval en la pubertad requiere también “saber” – en su más amplio sentido– es decir, saber comprender, saber estimular y saber exigir.

Y es que a los cambios físicos van unidos otros igualmente intensos: complejos, quejas, narcisismo, apatía, inestabilidad afectiva, irreflexión, pasión por las modas, conducta gregaria… ¿Inseguridad versus autoafirmación? No, querido lector, ni usted ni  yo lo entendemos, pero él tampoco lo entiende…

Personalmente el concepto de rebeldía me fascina. A priori, bendita rebeldía como consecuencia natural de su desarrollo intelectual, de su deseo de autonomía, de su  necesidad de identidad. ¿Os es que preferimos la ciega sumisión –cómoda, no se lo voy a negar– a la  sana rebeldía de un muchacho que dice lo que siente e intuye hacia dónde quiere ir? Un muchacho que no sabe dar la cara por defender lo que piensa e incapaz de enfrentarse a nada ni nadie, supondrá un problema educativo de mayor envergadura que el rebelde que, en sus nobles reacciones, deja entrever grandes posibilidades de desarrollo. Igual que cuando aprendía a andar, iba a trompicones, se caía, y se golpeaba, hay que aceptar que está aprendiendo a ser libre, y comete errores y exageraciones. Bienvenida, paciencia; bienvenida, comprensión.

Por lo tanto, estemos muy atentos para no confundir los aspectos positivos de esa rebeldía –signo de madurez– con los aspectos negativos –síntomas de inadaptación y expresión de frustraciones personales–. Preguntémonos  también si no sería peor un adolescente aquejado de conformismo como reflejo de un espíritu enfermo sin ilusión por el trabajo y el esfuerzo.

Me inspira una gran ternura –a día de hoy, que hace unos años bien sabe Dios que no–  su afectividad desbordada, esos vaivenes sentimentales y esa carga emocional en todo lo que hacen que dificulta su reflexión y objetividad. De ahí nuestra necesidad –y digo nuestra, atento lector, no de ellos– de serenidad, de ser ejemplos de reflexión y se suscitar sentimientos positivos y altruistas. Bienhallada, prudencia; bienhallado, respeto.

¿Y qué necesitarán de nosotros, se preguntará más de una vez? Pues desde mi humilde experiencia profesional y familiar, he aprendido la lección de que lo que necesitan de sus mayores no son palabras, sino nuestras propias personas. Como lo oye, usted y yo, tal cual somos y estamos en este momento. Compartiendo con ellos nuestros problemas, debilidades, alegrías, ilusiones, inquietudes… ¡Qué generosidad supone el poder compartir todo esto con ellos! Casi diría que es heroico, una verdadera gesta… esfuerzo que acompañado de nuestra autenticidad,  coherencia, justa corrección y mirada cargada de  cariño, harán el resto.

Quiera Dios –para usted y para mí– que podamos disfrutar observando, charlando, educando y aprendiendo de estos adolescentes, fijando nuestra mirada tenazmente en sus puntos fuertes –son tantos…– ; eso sí, con las tres reglas de oro que como una varita mágica actuarán a su debido tiempo: paciencia, constancia y firmeza.

Amable lector, sin ninguna duda ¡disfrute en su vida –y saboree la grandeza de– un adolescente!